lunes, 23 de julio de 2018

Ausencia leve

“(…) ausencia, / ausencia leve como carne de niño.”
Luis Cernuda

I

Al salir de la consulta del oncólogo, Martín encaró el pasillo titubeante, indeciso. Una vez fuera del hospital, se paró junto a una papelera y rasgó lentamente los papeles que contenían el fatal diagnóstico, uno a uno, saboreando el acto como si cada folio fuera un tejido de las células que se reproducían en su hígado sin control a cada segundo. Esa era su venganza.
 El doctor, con el alma en los pies a pesar de la costumbre, le acababa de decir que era inoperable. En otras palabras, que su vida duraría lo que tardara en consumirse por dentro, en reproducirse y reproducirse para acabar explotando, lo que era, en definitiva, un breve resumen de cualquier existencia. Al comunicarle la noticia, el oncólogo parecía destrozado, a punto de derramar la primera lágrima. Es por su edad, le había dicho, entiéndame, nunca es fácil dar este tipo de diagnósticos… uno lleva tantos años en esto y, aun así, cada vez que te toca acabar con la esperanza del paciente… créame, no se lo deseo a nadie. A lo que había añadido que el hecho de que Martín tuviera todavía toda la vida por delante, como quien dice, había derribado todas sus defensas profesionales. Martín lo escuchó fríamente, sintiendo más pena por aquel médico que por su propia vida, de la cual acababa de saber su fecha de caducidad. Siendo optimistas, unos seis meses a lo sumo. Entonces Martín se había negado categóricamente a prolongarlo todo uno cuantos días a cambio de extender la agonía y perder toda la energía que le quedara. No, aquello no entraba en sus planes. Había firmado los papeles aceptando no seguir ningún tipo de tratamiento y se había despedido del doctor. Antes de salir de la consulta, sintió el apremio de abrazar a ese pobre hombre, que ya lo miraba como desde otra realidad. Pero, a pesar de la culpa, le pareció una situación demasiado violenta y abandonó la habitación sin llegar a decidirse. 
 Veinte minutos más tarde, al entrar a su apartamento, Roco le dio una calurosa bienvenida. Ladridos y brincos siguieron a la apertura de la puerta. Buen chico, Roco, buen chico. Como algo y vamos a la calle, ¿si? A la calle, Roco. Martín entró entonces directamente al baño. Una vez cumplido el trámite de sus necesidades fisiológicas, pasó a lavarse las manos y topó con su imagen reflejada en el espejo. Tenía buen aspecto, nada hacía presagiar lo que ocurría dentro de su cuerpo. Visto desde fuera, parecía sano y robusto, ágil y atractivo. Sólo las ojeras eran una leve mancha en su rostro. 
 Pasó a continuación a la cocina a prepararse algo de comer. El reloj del microondas marcaba las 15:35 y, sin embargo, apenas podía decirse que Martín sintiera algo parecido a hambre. Si comía era casi por costumbre, por seguir el patrón de la rutina. Batió un par de huevos y se hizo una tortilla. Una vez hubo acabado de cocinar, cogió una cerveza del frigorífico y se trasladó al salón con la comida.
 Encendió la televisión, nuevamente por costumbre, y se sentó en el sofá. En la dos estaban dando un documental sobre la sabana africana y sus depredadores. Martín comía, abriendo ampliamente sus poderosas fauces, casi como la leona atacaba a la cebra y la arrastraba, ya muerta, del cuello. Era el ciclo eterno de la vida, había que matar para vivir, vivir a consta de otro, otro que muere en nombre de nuestra supervivencia. Siempre había sido así en el seno de la madre naturaleza. Aquellos que no mataban estaban muertos de antemano. Pero ¿qué sentido tenía vivir para morir? Y lo que era peor aún: morir por un exceso de vida. 
 El sonido del teléfono lo sacó del África para devolverlo a la realidad cotidiana con la estridencia de su timbre. Se levantó pesadamente, obligándose casi, y cruzó el salón para cogerlo. Tienes tres mensajes, bramó la voz metálica al otro lado del aparato, una vez lo hubo colocado en su oreja. Para escucharlos, pulse uno; para recordárselo más tarde, pulse dos; para eliminarlos, pulse tres. Se apartó un momento el aparato de la cabeza para presionar la tecla y volver a pegárselo al oído. El primero de los mensajes era de una aseguradora que le proponía contratar un seguro de vida. Vaya, pensó Martín, parece que en la mutua no se han enterado de las novedades. El segundo era apenas un balbuceo inaudible, con ruidos de bocinas y motores de fondo. Miró el número de la llamada, pero no le sonaba de nada, por lo que borró también el mensaje. Al pulsar el botón para escuchar el tercero, apareció la voz cándida y alegre de Laura al otro lado del aparato. La grabación era de esa mañana de viernes, de hacía solo unas horas. En ella, con un tono exultante que parecía dibujar en el aire la sonrisa de la chica, la novia de Martín le anunciaba que volvía de Londres a verlo esa misma tarde para pasar con él el fin de semana. En el mensaje no se hacía ninguna alusión a su enfermedad, por lo que para Martín supuso el principio de un infierno: ¿cómo contárselo a Laura? A ella precisamente, que había sido su soporte durante todo este tiempo.
 Tras dejar el teléfono, Martín comenzó a carcomerse la conciencia sin llegar a ninguna conclusión. Iría viendo sobre la marcha, decidió al fin, no tenía ningún sentido quedarse ahí parado dándole vueltas y vueltas a la cabeza para no llegar a ninguna parte. Ya encontraría el momento adecuado para contárselo todo. 
 Una vez hubo acabado de comer, se bebió de un trago lo que le quedaba de cerveza y cogió la correa al grito de ¡Vamos, Roco! ¡A la calle! 

II

Unas horas más tarde Martín llegó al aeropuerto. Dejó el coche en el parking y se dirigió hacia la zona de llegadas de la terminal. Según sus cálculos, el avión de Laura ya debería haber aterrizado, por lo que estaría al salir de las gigantescas puertas mecánicas de un momento a otro. Habían hablado hacía unas horas, después de que Martín escuchara el mensaje, y habían quedado en verse en su apartamento. Él se había excusado diciendo que no iba a poder ir a recogerla porque iban a ir unos tipos a comprobar la instalación del gas. 
 Se escondió poniéndose en cuclillas tras una gran papelera a la espera de Laura. Desde allí alcanzaba a ver con detalle el flujo de personas que salían de la puerta, interrumpido intermitentemente por grupos de viajeros que iban y venían recorriendo la terminal con sus maletas a cuestas. Un grupo de personas se paró en ese momento en medio de su campo de visión, captando toda la atención de Martín. Parecía una familia despidiendo a uno de sus miembros. En concreto, a un hombre de mediana edad, alto y robusto el talle, espesa la barba. Martin se fijó a continuación en el niño al que el hombre acababa de besar repetidamente. Se notaba que el pequeño intentaba controlarse, casi hasta el punto de ponerse rojo al contener la respiración. Sin embargo, todos sus intentos por evitar el llanto acabaron estallando en sollozos. Fue entonces cuando el hombre decidió que había llegado el momento de marcharse. Besó prolongadamente a la mujer que estaba de pie detrás del niño, cogió después al pequeño entre sus brazos y empezó a hacerle cosquillas. Cuando el hombre desapareció de la vista de sus familiares, en la mirada del niño todavía había una mueca agridulce en la que se mezclaban las carcajadas con las lágrimas que iban cayendo de sus ojos; unos ojos que seguían fijos buscando al hombre más allá de los guardias de seguridad y las cintas de control. 
 La escena del niño conmovió a Martín de tal manera que prácticamente se olvidó del motivo por el cual estaba en la terminal. De hecho, no lo recordó hasta que, detrás del crío, reconoció la manera de andar de Laura alejándose del punto donde estaba escondido. 
 Salió apresurado de allí siguiendo la estela de la joven, que ya estaba a unos veinte metros. Aceleró el paso al tiempo que esquivaba a los viajeros que iban en dirección contraria hasta ponerse justo detrás de Laura. Siguió su figura, pegado a la espalda de la chica, caminó unos pasos más, aclaró su garganta y dijo, perdone, señorita, ¿necesita ayuda? ¿se ha perdido?
 Tras darse la vuelta, una sonrisa invadió el rostro de Laura al tiempo que abandonaba su maleta para fundir sus cuerpos en un abrazo. Martín le preguntó a continuación por el vuelo, por cómo iba todo por Inglaterra, mientras la pareja se dirigía hacia el parking. Siguieron hablando sin parar durante todo el trayecto, parándose a cada rato para juntar nuevamente sus cuerpos, para seguir el juego eterno como dos adolescentes e inhalar de nuevo el aroma del otro. De repente algo cambió en el gesto de la joven, que decidió que había llegado el momento de ponerse serios al menos un instante. Justo cuando Martín abría el maletero, Laura le preguntó por los diagnósticos y por los resultados del último análisis. Martín, después de colocar la maleta en su sitio, permaneció un par de segundos impasible, de espaldas a la chica y con la mirada fija en el asfalto. Entonces se dio la vuelta con impostada ilusión y le dijo que los resultados eran definitorios. Después de todo era benigno, dijo, no te lo conté por teléfono porque quería ver la cara que ponías. 
 Laura rompió a llorar, las lágrimas cayéndole hasta la sonrisa que se le había dibujado al escuchar las palabras de Martín. La pareja se abrazó una vez más mientras, en su fuero interno, Martín se preguntaba por qué acababa de hacer lo que acababa de hacer. 

III

Esa noche, la pareja decidió que aquello había que celebrarlo por todo lo alto, así que reservaron en uno de los mejores restaurantes de la ciudad para cenar al día siguiente. La noche del viernes, por el contrario, pidieron comida rápida a domicilio y pasaron todo el tiempo tirados en el salón de la casa de Martín, viendo a ratos una de esas horribles películas que ponen los viernes por la noche, y disfrutando de la presencia del otro, del calor del cuerpo tumbado al lado del de uno mientras pasan las horas por nosotros apenas sin rozarnos, sin que nos demos cuenta. Solo salieron pasada la medianoche para dar un paseo con Roco, que no había parado quieto, acompasándose a la alegría de la pareja con sus ladridos y su incansable movimiento. 
 La noche siguiente llegaron al restaurante pasadas las nueve y media y, por insistencia de Laura, pidieron una botella de vino para celebrar las buenas noticias. El local estaba a reventar. Era uno de esos restaurantes donde se cuida hasta el más mínimo detalle, donde la gente va a ver y a ser vistos – y obviamente a compartir también la foto de rigor en sus redes sociales. Sin embargo, la pareja estaba ajena al baile de máscaras que se llevaba a cabo a su alrededor. 
 Tan ensimismados estaban, que no se dieron cuenta de la figura que se acercaba a su mesa. No repararon en su presencia hasta que tocó el hombro de Martín a modo de saludo. El rostro del joven cambió en un instante al ver, tras levantar la mirada, al doctor que le había dado el diagnóstico la mañana anterior allí plantado. ¿Qué tal, Martín? Me alegro de verte, le dijo con cierto tono de amargura en la voz. El hombre debió haberlo visto y debía haberse sentido obligado a saludarlo, pensó Martín, empujado, suponía, por la lástima. 
 El joven tenía que actuar rápido. Miró de soslayo a Laura, que le devolvía la mirada con un halo de curiosidad, interrogador. Entonces Martín se levantó raudo de la silla, apretó la mano del doctor, que llevaba unos segundos tendida en el aire, y le dio el abrazo que la mañana anterior no había tenido el valor de darle. Además, sin que Laura pudiera darse cuenta, mientras se producía el abrazo, Martín le susurró algo al oído. 
 El doctor se sintió entonces fuera de lugar y, después de que Martín hiciera las presentaciones entre su novia y el médico, espetó un disfrutad de la cena, tengo que volver a mi mesa que me están esperando. A lo que la pareja respondió deseando buenas noches al doctor mientras exhibían su mejor sonrisa.  
 Una vez se hubo sentado de nuevo, Martín le explicó más detenidamente a Laura que aquel hombre era uno de los doctores que habían llevado a cabo los análisis. Ella quiso levantarse entonces y darle las gracias por todo lo que habían hecho por él, pero Martín le quitó la idea de la cabeza argumentando que eso sería molestarle. La conversación entre ambos cambió de tema y fue avanzando hasta que Laura dijo que ella también tenía una sorpresa que contarle, algo más que añadir a la lista de las celebraciones. 
 La habían ascendido esa misma semana y, sabiendo que iba a volver el viernes, se había guardado la noticia hasta entonces. Se trataba de un puesto importante dentro de la empresa, aunque para conseguirlo debía pasarse el verano viajando por Europa y haciendo gestiones en Londres. Iba a ser duro, pero merecería la pena. Además, ahora que él estaba curado – propuso la chica–, podría irse a Inglaterra con ella y buscarse algo allí. 
 La reacción de Martín fue menos entusiasta de lo que ella se esperaba. Le dio la enhorabuena y dijo que le parecía buena idea, pero que ya irían hablando lo de mudarse allí después del verano. 
 Acabaron de cenar y volvieron a la casa del joven, yendo directos a la cama. No se levantaron de allí hasta que salieron al día siguiente del apartamento para dirigirse al aeropuerto. 

IV


Llegaron a la terminal con la hora pegada a los talones. Martín aparcó donde pudo y acompañó a Laura casi a la carrera hasta el control de seguridad. Allí, la pareja se despidió durante unos minutos. Nos vemos en nada, lo prometo, dijo Laura, desplegando otra sonrisa. Por supuesto, nos vemos pronto, mintió Martín. Ella se dio entonces la vuelta y se dirigió hacia la empleada del aeropuerto.
 Mientras la veía marcharse, Martín recordó por qué odiaba tanto las despedidas: porque uno nunca sabe si podrá volver a despedirse. Se sintió compungido, culpable, apunto de salir corriendo detrás de Laura para contárselo todo, pero fue incapaz. La muerte siempre nos pilla a mitad de camino, pensó entonces, mientras la primera lágrima se deslizaba lentamente por su mejilla.Ahora lo entendía, morir era no llegar. 

domingo, 22 de julio de 2018

La cobardía es traicionarse por adelantado.

No reconocerse en el pasado
Preguntar de quiénes son los miedos
que dominan en tu espejo
Una herida que arde olvido sin éxito
Pasos de ciego hacia ninguna parte
Tierra de nadie es tu territorio
Tierra de nadie donde ser siempre
extranjero una piel que te encierra
que es la tuya y no es la tuya
Paralizado por tu mecanismo como
un juguete roto no hay descanso
Una mente que da vueltas y vueltas
Gritas en silencio pides una pausa
que no llega ayer mañana dominan
Hoy no existe y huye la vida en los relojes.

Perdonarse a uno mismo
es la mayor de las hazañas
No hay olvido
                       ya aprendiste
que la cobardía es la peor de las traiciones
La cobardía es traicionarse por
adelantado.

sábado, 7 de julio de 2018

Mi novela violeta perfumada.

Habréis oído hablar de mi amigo, el otrora aclamado novelista Jocelyn Tarbet, pero sospecho que su recuerdo está empezando a desvanecerse. El tiempo puede ser implacable con la reputación. Lo primero que os vendrá a la mente estará probablemente relacionado con un escándalo medio olvidado y con una deshonra. Nunca habríais oído hablar de mí, el otrora desconocido novelista Parker Sparrow, hasta que mi nombre se ligó públicamente con el suyo. Para unos pocos entendidos, nuestros nombres permanecen fuertemente ligados, como los dos extremos de un balancín. Su ascenso coincidió con mi declive, aunque no lo causó. Luego su descenso fue mi triunfo terrenal. No niego que hubiera irregularidades. Robé una vida, y no pretendo devolverla. Puede que interpretéis este puñado de páginas como una confesión.
Para hacerlo bien, debo retroceder cuarenta años a un tiempo en el que nuestras vidas, total y felizmente superpuestas, parecían estar destinadas a avanzar paralelamente hacia un futuro compartido. Estudiábamos en la misma Universidad, estábamos en la misma carrera – Literatura Inglesa -, publicamos nuestras primeras historias en revistas de estudiantes con títulos como Knife in Your Eye(pero ¿qué clase de nombres son esos?) Éramos ambiciosos. Queríamos ser escritores, escritores famosos, grandes escritores incluso. Íbamos juntos de vacaciones y leíamos las historias del otro, las comentábamos de manera generosa y ferozmente honesta, hacíamos el amor con la novia del otro y, en unas cuantas ocasiones, intentamos probar con una aventura homoerótica. Ahora estoy calvo y gordo, pero por aquel entonces tenía una cabeza repleta de rizos y tenía buen tipo. Me gustaba pensar que me parecía a Shelley. Jocelyn era alto, rubio, robusto, con una mandíbula bien marcada, la viva imagen del Übermensch[1]nazi. Pero no le interesaba para nada la política. Lo nuestro era simplemente una pose bohemia. Creíamos que nos hacía fascinantes. La verdad era que a ambos nos repelía la imagen del pene del otro. Hicimos muy poco con o al otro, pero éramos felices de hacer pensar a la gente que hacíamos mucho. 
Nada de esto se interpuso en nuestra amistad literaria. No creo que por entonces fuéramos propiamente competitivos. Pero, al mirar atrás, diría que, al principio, yo era el que llevaba la delantera. Fui el primero en publicar en una revista literaria de verdad – The North London Review. Al final de nuestro periplo universitario, yo fui de los primeros de la promoción y él de los segundos[2]. Decidimos que ese tipo de cosas eran irrelevantes, y así resultó ser. Nos mudamos a Londres y nos instalamos en Brixton en dos habitaciones individuales que solo estaban a unas cuantas calles de distancia entre ellas. Publiqué mi segundo relato, por lo que fue un alivio cuando él publicó el primero de los suyos. Seguimos viéndonos a menudo, emborrachándonos juntos, leyendo cosas del otro, y empezamos a movernos en los mismos círculos literarios. Incluso los dos empezamos prácticamente al mismo tiempo a escribir reseñas para la prensa nacional. 
Aquellos dos años después de la universidad fueron la cima de nuestra juventud fraternal. Estábamos creciendo rápido. Los dos estábamos trabajando en nuestra primera novela y ambas tenían bastantes cosas en común: sexo, caos, un toque de apocalipsis, algo de violencia, un poco de la desesperación de moda y buenas bromas sobre todas las cosas que pueden salir mal entre un hombre joven y una mujer joven. Éramos felices. Nada se interponía en nuestro camino. 
Posteriormente, dos cosas se interpusieron. Jocelyn, sin contármelo, escribió un guion televisivo. Ese tipo de cosas, pensaba yo por aquel entonces, estaban bastante por debajo de nuestro nivel. Nosotros rezábamos en el templo de la literatura. La televisión era un mero entretenimiento, basura para las masas. El guion fue producido de inmediato, protagonizado por dos actores famosos, y era bastante comprometido con una buena causa – no sé si con los sin techo o con el paro – de la que nunca había oído mencionar nada a Jocelyn. Fue todo un éxito; se hablaba de él, estaba en el foco. Se esperaba su primera novela. Nada de eso hubiera tenido importancia si yo no hubiera conocido, al mismo tiempo, a Arabella, una belleza inglesa, con grandes curvas, generosa, tranquila, una chica divertida que sigue siendo a día de hoy mi esposa. Tuve una docena de amantes antes de ella, pero no he tenido ninguna más después de Arabella. Ella fue todo lo que necesitaba en cuanto a sexo y amistad y aventuras y sorpresas. Ni si quiera una pasión tan grande fue suficiente para entrometerse entre Jocelyn y yo, o entre mi vida y mis ambiciones. Ni mucho menos. Arabella era por naturaleza abundante, nada celosa, abierta, y, desde que lo conoció, Jocelyn le cayó muy bien.
Lo que en realidad cambió todo fue que tuvimos un hijo, un pequeño llamado Matt, y en el día de su primer cumpleaños Arabella y yo nos casamos. Mi habitación de Brixton no podía servirnos a los tres por mucho tiempo. Nos mudamos bastante más al sur, todavía más hacia el centro del distrito postal del sudoeste de Londres, primero a la zona con código SW12, después a la del SW17. Desde allí, uno llegaba a la estación de Charing Cross en veinte minutos en tren, después de haber caminado hasta la estación en una andadura de unos veinticinco minutos por las afueras. Con mi trabajo como escritor freelance no podía mantenernos. Encontré entonces un puesto de media jornada como profesor en un instituto de la zona. Arabella se quedó encienta de nuevo – le encantaba estar embarazada. En el instituto pasé a trabajar a jornada completa justo cuando se publicó mi primera novela. Hubo elogios; hubo leves críticas. Seis semanas después, salió la primera novela de Jocelyn – un éxito inmediato. Aunque no vendió mucho más que la mía (en aquel tiempo, las ventas apenas importaban), su nombre empezó a sonar bien. Había avidez de encontrar una nueva voz, y Jocelyn Tarbet cantaba mucho mejor de lo que yo cantaría nunca.
Su aspecto y su altura (compararle con un Nazi sería injusto – digamos Bruce Chatwin, con el ceño fruncido de Mick Jagger), el cambio constante de novias interesantes, y el viejo deportivo MGA que conducía alimentaron su reputación. ¿Tenía envidia? No lo creo. Estaba enamorado de tres personas – nuestros hijos me parecían seres divinos. Todo lo que hacían o decían me fascinaba, y Arabella continúo también fascinándome. Pronto se volvió a quedar embarazada, y nos mudamos al norte, a Nottingham. Con la enseñanza y las responsabilidades familiares, tardé cinco años en terminar mi segunda novela. Hubo elogios, algunos más que la última vez; hubo críticas, algunas menos que la última vez. Pero sólo yo me acordaba ya de la última vez. 
Por entonces, Jocelyn había publicado su tercera novela. Ya habían hecho una película de la primera protagonizada por Julie Christie. Ya había tenido un divorcio, tenía una casa en Notting Hill, muchas entrevistas en televisión, y bastantes fotos en las revistas del corazón. Hacía declaraciones graciosísimas y mordaces sobre el Primer Ministro. Se estaba convirtiendo en la voz de nuestra generación. Pero lo sorprendente es esto: nuestra relación no flaqueó. Se hizo más intermitente, desde luego. Estábamos ocupados en nuestros diferentes reinos. Teníamos que sacar nuestras agendas con bastante antelación para poder vernos. De vez en cuando, subía a verme a mí y a mi familia. (Para cuando llegó nuestro cuarto hijo, nos habíamos mudado incluso más al norte, a Durham.) Pero normalmente era yo el que viaja hacia el sur para verle a él y a segunda mujer, Joliet. Vivían en una gran mansión victoriana en Hampstead, justo al lado del Hampstead Heath. 
Principalmente, bebíamos y hablábamos y paseábamos por el parque. Si habéis estado escuchando, no habréis oído nada que sugiera que entre nosotros él era la estrella y que mis expectativas literarias se estaban diluyendo. Él daba por sentado que mis opiniones eran tan importantes como las suyas; nunca era condescendiente. Se acordaba incluso de los cumpleaños de los niños. En su casa, siempre me quedaba en la mejor habitación de invitados. Joliet era acogedora. Jocelyn solía invitar a sus amigos, que siempre estaban animados y eran agradables. Preparaba grandes comidas. Él y yo éramos, como decíamos a menudo, “familia”.
Pero, por supuesto, había diferencias que ninguno de los dos podíamos ignorar. Mi casa en Durham era suficientemente acogedora, pero estaba llena de niños, estaba abarrotada, y era fría en invierno. Un perro y dos gatos habían destrozado los sillones y las alfombras. La cocina estaba siempre llena de ropa sucia, ya que ahí era donde estaba la lavadora. La casa estaba atestada de un montón de accesorios de pino de color jengibre que nunca tuvimos tiempo de pintar o cambiar. Rara vez había más de una botella de vino. Los niños eran divertidos, pero eran caóticos y ruidosos. Vivíamos de mi humilde sueldo y del trabajo a media jornada de Arabella como enfermera. No teníamos ahorros, y pocos lujos. Era difícil encontrar en mi casa un lugar en el que leer un libro. O incluso encontrar un libro. Así que era un alivio pasar un fin de semana donde Jocelyn y Joliet. La gran biblioteca, las mesas de café en las que se apoyaban las ediciones de tapa dura de ese mes, la amplitud del oscuro y pulido suelo de madera de roble, cuadros, tapetes, un piano enorme, música para violín en un atril, la pila de toallas en mi habitación, la magnífica ducha, la quietud adulta que se extendía por la casa, una sensación de orden y brillo que sólo una señora de la limpieza diaria puede mantener. Había un jardín con un viejo sauce, una musgosa terraza Yorkstone, un vasto césped con grandes muros. Y, a parte de todo esto, el lugar estaba impregnado de una sensación de apertura, curiosidad, tolerancia y cierto gusto por el humor. ¿Cómo podía no vivir allí?
Supongo que debería confesar en un singular esfuerzo de oscuro sentimentalismo, una melodía de una vaga inquietud a la que nunca pude dar voz. Sinceramente, todo esto no me causó tantos problemas. Había escrito cuatro novelas en quince años – un logro heroico, teniendo en cuenta mis horas como profesor, como padre y la falta de espacio. Las cuatro estaban descatalogadas. Ya no tenía editor. Siempre enviaba una copia de la última novela que acababa a mi viejo amigo con una cariñosa dedicatoria. Él me lo agradecía, pero nunca me hacía comentarios sobre ellas. Estoy bastante seguro de que después de los días de Brixton no volvió a leer nada mío. También él me mandaba copias de sus novelas cuando salían – nueve frente a mis cuatro. Yo le escribí largas cartas elogiosas sobre las dos o tres primeras, después decidí en nombre del equilibrio dentro de nuestra amistad hacer lo mismo que él. Ya no volvimos a hablar o a escribir sobre los libros del otro – y eso parecía funcionar bien. 
Así que ahí estábamos, pasada la mitad de la vida, rozando la cincuentena. Jocelyn era un tesoro nacional, y yo – bueno, no estaría bien hablar de fracaso. Todos mis hijos habían entrado o iban a entrar a la universidad, yo todavía jugaba bastante bien al tenis, mi matrimonio, después de algunos tira y afloja y un par de crisis serias, se mantenía unido, y se estaba extendiendo el rumor de que sería nombrado profesor titular ese mismo año. También estaba escribiendo mi quinta novela – pero eso no estaba saliendo excesivamente bien. 
Y ahora paso al núcleo de la historia, el cambio crucial de lado del balancín. Era principios de julio y me dirigí desde Durham a Hampstead, como hacía a menudo tras corregir los exámenes finales. Como siempre, estaba en un estado de agotamiento placentero. Pero esta no iba a ser una visita más. Al día siguiente, Jocelyn y Joliet se iban a Orvieto a pasar la semana y yo era el encargado de cuidar la casa – dar de comer al gato, regar las plantas, y utilizar el espacio y el silencio para trabajar en las sinuosas cincuenta y ocho páginas de mi novela. 
Cuando llegué, Jocelyn estaba fuera haciendo recados y Joliet me dio la bienvenida. Era especialista en cristalografía de rayos X en el Imperial College, una mujer bella y elegante con una voz cálida y suave y grandes modales. Nos sentamos a tomar el té en el jardín, poniéndonos al día. Y entonces, con una pausa y una mueca a modo de introducción, como si hubiera ensayado el momento, me contó “lo de Jocelyn”, cómo no le estaban yendo muy bien las cosas con su trabajo. Había acabado un borrador de una novela y estaba deprimido. No había conseguido estar a la altura de lo que esperaba, pues ese estaba destinado a ser un libro importante. Estaba hundido. No pensaba que pudiera mejorarla; tampoco pensaba que pudiera destruirla. Había sido ella la que había sugerido que se tomaran unas pequeñas vacaciones para olvidarse de todo en Orvieto. Él necesitaba descansar y alejarse de sus páginas. Mientras estábamos sentados a la sombra del enorme sauce, me contó lo abatido que había estado Jocelyn. Ella se había ofrecido para leer la novela, pero él se había negado – razonablemente, pues ella no es una persona demasiado literaria. 
Cuando hubo terminado, dije frívolamente, “estoy seguro de que puede arreglarla si la deja reposar un tiempo.”
Partieron la mañana siguiente. Entonces di de comer al gato, me hice otro café, y extendí mis páginas en el escritorio de la habitación de invitados. La casa, enorme e impoluta, estaba en silencio. Pero mis pensamientos seguían volviendo a la historia de Joliet. Parecía tan raro que mi exitoso amigo pudiera tener una crisis de confianza. El hecho me interesó; incluso me alegró un poco. Una hora después, sin haberlo previsto previamente, me dirigí hacia el estudio de Jocelyn. Cerrado. Con el mismo ánimo despreocupado, deambulé hasta el dormitorio principal. Me acordaba de los días de Brixton de dónde solía guardar Jocelyn la marihuana. No me llevó demasiado tiempo encontrar la llave, en el fondo del cajón de los calcetines. 
No me creeréis, pero no tenía ningún plan. Sólo quería echar un vistazo. 
En su escritorio, una enorme máquina de escribir vieja zumbaba – se le había olvidado apagarla. Era de los que se resistía a escribir a ordenador. Él texto mecanografiado estaba ahí mismo, en un montón apilado cuidadosamente, seiscientas páginas – largo, pero no demasiado. El título era “El tumulto”, y debajo vi, escrito a lápiz, “quinto borrador”, seguido de la fecha de la semana anterior. 
Me senté en la mesa del escritorio de mi viejo amigo y comencé a leer. Dos horas después, en una especie de ensoñación, me tomé un descanso, fui al jardín diez minutos, y decidí que debía continuar con mi propio intento desafortunado. En lugar de eso, me encontré arrastrado otra vez al escritorio de Jocelyn. Dudé, pero me acabé sentando. Leí durante todo el día, paré para cenar, me quedé hasta tarde leyendo, me desperté pronto, y para la hora de comer había terminado.
Era magnífica. Lo mejor que había escrito. Mejor que cualquier otra novela contemporánea que recuerde haber leído. Si digo que era Tolstoyana en su ambición, debo decir que también era vanguardista, Proustiana, del estilo de Joyce en su ejecución. Tenía momentos de alegría y de inmenso dolor. Su prosa sonaba mejor que nunca. Era cosmopolita; ahí estaba Londres; ahí estaba el siglo veinte. Las descripciones de los cinco protagonistas me abrumaron con su verdad, con su destreza. Sentí que conocía a esa gente de toda la vida. En ocasiones parecían demasiado cercanos, demasiado reales. El desenlace – de unas cincuenta páginas – era sinfónico en su lentitud, majestuosidad desplegada, triste, sutil, honesto, y acabé llorando. No exclusivamente por el enredo de los personajes, sino por la sublime concepción general, por su entendimiento del amor y el arrepentimiento y el destino, y por su tibia compasión por la fragilidad de la condición humana. 
Me levanté del escritorio. Distraídamente, observé a un tordo maltrecho dando pequeños saltos hacia delante y hacia atrás en el césped en busca de un gusano. No lo digo por defenderme, pero repito que no tenía ningún plan. Solo experimenté el resplandor de una lectura extraordinaria, una forma de profunda gratitud que les será familiar a todos aquellos que amen la literatura. 
Digo que no tenía ningún plan, pero sí que sabía lo que haría a continuación. Simplemente llevé a cabo lo que otros se hubieran limitado a pensar. Me moví como un zombi, distanciándome de mis propias acciones. También me dije a mí mismo que solamente estaba tomando precauciones, que no saldría nada de aquello que estaba haciendo. Estos pensamientos eran un cojín, una protección vital. Recodándolo desde el presente, me preguntó si me vi alentado por los rumores de las falsificaciones de Lee Israel, o por el “Pierre Menard” de Borges o por “Si una noche de invierno un viajero” de Calvino. O quizá por un episodio de una novela que había leído el año anterior, “La información” de Martin Amis. Sé de primera mano que el propio Amis basó ese episodio en una noche de copas con otro novelista, ese (la memoria me falla) de nombre escocés y actitud inglesa. Me contaron que los dos amigos se entretuvieron imaginando todas las formas posibles en las que un escritor podía arruinar la vida de otro. Pero esto fue diferente.  Puede sonar inverosímil, dado lo que siguió, pero aquella mañana no tenía intención de causarle ningún mal a Jocelyn. Sólo pensaba en mí mismo. Tenía ambiciones.
Llevé aquellas páginas a la cocina y las metí en una bolsa de plástico. Crucé Londres en taxi camino de una calle oscura donde sabía que había una tienda de fotocopias. Regresé, devolví el manuscrito al escritorio de Jocelyn, cerré su estudio, limpié mis huellas de la llave, la devolví al cajón de los calcetines.
De vuelta en la habitación de invitados, saqué de mi maletín uno de mis cuadernos en blanco – siempre me los regalan por Navidad – y me puse a trabajar, seriamente a trabajar. Empecé a escribir extensas notas sobre la novela que acababa de leer. Feché la primera entrada dos años antes. Me desvié deliberadamente del tema en varias ocasiones, desarrollé ideas irrelevantes, pero continué volviendo a la línea central de la historia. Escribí durante tres días a toda velocidad, llené dos cuadernos esbozando escenas. Di con nuevos nombres para los personajes, alteré algunos aspectos de su pasado, sus entornos, detalles de sus caras. Me las arreglé para meter algunos temas menores que estaban en mis novelas anteriores. Incluso me cité a mí mismo. Pensé que Nueva York podría servir en lugar de Londres. Después me di cuenta de que nunca podría darle vida a una ciudad de la manera en la que Jocelyn lo había hecho, así que volví a ambientarla en Londres. Trabajé duro y empecé a tener la sensación de que estaba siendo creativo realmente. Iba a ser, después de todo, mi novela tanto como la suya. 
Durante el resto de mi estancia, mecanografíe los tres primeros capítulos. Unas cuantas horas antes de que llegaran, les dejé a Jocelyn y a Joliet una nota en la que les explicaba que debía volver al norte para una reunión de profesores. Podréis pensar que estaba siendo un cobarde, que no podía enfrentarme al hombre al que le estaba robando. Pero no fue así. Quería irme y seguir trabajando. Ya tenía veinte mil palabras y estaba desesperado por seguir. 
En casa, le dije a Arabella, que, sinceramente, la semana había sido un éxito rotundo. Estaba trabajando en algo importante. Quería pasar mis vacaciones de verano desarrollándolo. Trabajé el resto de julio. A mediados de agosto, imprimí mi primer borrador e hice una hoguera en el jardín con las fotocopias. Hice muchas correcciones en las páginas, introduje mis marcas, y a principios de septiembre estaba listo el nuevo borrador. Afrontémoslo, la novela era todavía de Jocelyn. Había pasajes brillantes suyos que dejé casi intactos. Pero había bastante de mi propia escritura como para permitirme un orgulloso sentimiento de propiedad. Había espolvoreado sus páginas con el polvo de mi identidad. Incluso había incluido una referencia a mi primera novela, leída por uno de los personajes en la playa. 
Mi editor, en una de esas limpiezas salvajes de los así llamados escritores de talla media, me tuvo que despedir con un “profundo dolor”. Estaba libre contractualmente. Mejor que autopublicarme en internet, preferí hacerlo con una editorial anticuada llamada Gorgeous Books en la que tuve que pagar para que lo publicaran. Fue un proceso alarmantemente rápido. En una semana, tenía en mis manos un ejemplar de “El baile que ella rechazó”. La cubierta era violeta, con letras doradas en relieve en una caligrafía florida, y las páginas estaban ligeramente perfumadas. Firmé un ejemplar y se lo mandé por correo a mi querido amigo. Sabía que nunca lo leería. 
Llevé todo eso a cabo antes de reanudar la enseñanza, a finales de septiembre. Durante el otoño, en mi tiempo libre, mandaba el libro a amigos, a librerías, a periódicos, siempre cerciorándome de incluir una pequeña nota. Doné copias a tiendas de caridad con la esperanza de que fuera circulando. Dejé ejemplares en estanterías de librerías de segunda mano. Jocelyn me contó por email que había abandonado “El tumulto” y que ahora estaba trabajando en algo nuevo. Supe entonces que no me quedaba otra que esperar – y tener esperanza.
Pasaron dos años. Seguí como de costumbre yendo de visita a Hampstead, donde evitábamos, como solíamos, hablar de nuestro trabajo. En esa época, no escuché a nadie, a parte de a mi mujer, hablar sobre “El baile que ella rechazó”. El libro arrolló a Arabella, que estaba indignada, furiosa de que fuera ignorado. Me dijo que mi amigo el famoso debería hacer algo al respecto. Yo, tranquilo, le expliqué que no se lo podía pedir por orgullo. En mis viajes a Londres, distribuí más ejemplares de “El baile” en negocios de segunda mano. En Navidad, alrededor de cuatrocientas copias estaban por ahí fuera.
Tres años separaron la aparición de “El baile que ella rechazó” de la de “El tumulto”. Como yo había anticipado, los amigos le habían dicho a Jocelyn que era su mejor novela y que debía publicarla. Cuando lo hizo, la prensa fue también, como yo había esperado, una dulce melodía de pájaros cantores en éxtasis. Me esperé a que el proceso que había puesto en marcha encontrara su momento. Pero como nadie había leído mi versión perfumada, nada podía pasar. Me vi obligado a darle un empujón al asunto. Envié mi creación en un sobre blanco a un crítico amargado y chismoso del Evening Standard de Londres. Mi nota sin firmar decía, en Courier 16pt., “¿No te recuerda esto a una novela muy exitosa publicada el mes pasado?”
Sabréis la mayor parte del resto. Fue la historia perfecta. Una tormenta salvaje se levantó en mi casa y en la de Jocelyn. Tenía todos los ingredientes necesarios. Un villano despreciable, un héroe silencioso. Un tesoro nacional expulsado de su pedestal, pillado con las manos en la masa, un viejo amigo con mala suerte, traicionado, pasajes completos plagiados, la concepción entera robada, también los personajes, sin una explicación verosímil por parte del hombre culpable, de quien sus amigos entendieron entonces su reticencia a publicar, decenas de miles de copias de “El tumulto” retiradas de las librerías y destruidas. ¿Y el viejo amigo? Se negaba noblemente a condenar, rechazaba todas las entrevistas – y, por supuesto, era un genio descubierto, el mejor libro en años, un clásico moderno, un hombre agradable apreciado por sus estudiantes y sus compañeros, maltratado por su editor, con sus libros descatalogados. Después, un proceso para conseguir los derechos, todos los derechos, tanto de todas sus obras como de “El baile”, con agentes y subastas de por medio, con los derechos de la película y la gente del cine.A continuación los premios – el Booker, el Whitbread, el Medici, el del Círculo de la Crítica, en un ensordecedor banquete sin fin. Copias de la edición de Gorgeous vendiéndose por cinco mil libras en AbeBooks. Luego, cuando las cosas se calmaron, y con mi libro todavía volando de las estanterías, artículos detallados sobre la cleptomanía literaria, la extraña obsesión por que te pillen, y los actos artísticos de autodestrucción pasada la madurez. 
En los e-mails y las llamadas con Jocelyn me mostraba frío. Me mostraba ofendido sin decirlo, dispuesto a poner fin a nuestra relación, al menos por ahora. Cuando me dijo lo desconcertado que estaba, carraspeé, me callé un momento, y le recordé el ejemplar que le había enviado. ¿De qué otra forma podía haber pasado? Al final, concedí una entrevista a una revista de California. Se convirtió en la versión oficial, y el resto de la prensa la recogió. Le di acceso al periodista a mis cuadernos, a las notas de rechazo y las cartas, a copias de mis notas que había añadido a mis ejemplares. Vio lo concurrida que estaba mi casa; conoció a mi encantadora mujer y a mis hijos. Escribió sobre mi compromiso con la noble causa del arte, sobre mis reticencias a criticar a un viejo amigo, sobre las humillaciones de mi vanidad por no ser publicado sufridas sin una sola queja, sobre el redescubrimiento de un autor brillante que estaba en los fondos editoriales, algo comparable al fenómeno John Williams. Por cortesía del American Weekly, me convertí en un santo.
En cuanto a mi vida privada, todo bastante previsible. Al final, compramos una antigua casa en las afueras de un pueblo que estaba a tres millas de Durham. Un río majestuoso corre por el terreno. En mi sesenta cumpleaños, ya esperábamos dos nietos. El año anterior, acepté el título de caballero. Sigo siendo un santo, un santo extremadamente rico, y estoy cerca de convertirme en un tesoro nacional. A mi sexta novela no le fue tan bien con las críticas, aunque las ventas fueron rocambolescas.  Puede que deje de escribir. No creo que a nadie le importe. 
¿Y en cuanto a  Jocelyn? También previsible. Nadie en el mundo editorial se acercaría a él; tampoco los lectores. Vendió su casa, se mudó a Brixton, nuestro viejo territorio, donde, dice que de todas maneras se siente más a gusto. Da clases nocturnas de escritura creativa en Lewisham. Me agrada que Joliet no le abandonara. Y no hay ningún problema entre nosotros. Permanecemos unidos. Se lo he perdonado todo. A menudo viene a visitarnos y siempre se hospeda en la mejor habitación de invitados, con vistas al río, donde suele pescar truchas y remar varias millas. Joliet viene a veces con él. Les caen bien nuestros viejos amigos de la universidad, que son simpáticos y tolerantes. A veces, él cocina para todos. Creo que está agradecido de que haya dejado de tirarle pullas de que echara un vistazo a aquella edición violeta perfumada. 
A veces, ya tarde en la noche, cuando estamos los dos sentados al lado del fuego (tengo una chimenea enorme), bebiendo y repasando este curioso episodio, este desastre, me repite su propia teoría, que ha estado perfeccionando a lo largo de los años. Nuestras vidas, dice él, siempre han estado entrelazadas. Hemos hablado sobre todo un millón de veces, hemos leído los mismos libros, hemos soportado lo mismo y compartido tantas cosas, y de alguna extraña manera nuestros pensamientos, nuestras imaginaciones se fundieron hasta tal punto que acabamos escribiendo la misma novela, más o menos.
Cruzo el salón con una buena botella de Pomerol para rellenarle la copa. Es sólo una teoría, le contesto, pero es una teoría de buena voluntad, una idea encantadora que celebra la esencia misma de nuestra larga e inquebrantable amistad. Somos familia.
Levantamos nuestras copas.
¡Salud!


[1]  Superhombre en alemán.
[2]La clasificación de los títulos en Reino Unido establece que una vez acababa la carrera, depende de las notas, se obtiene un first-class degree, un second-class degree o un third-class degree








["My purple scented novel", relato original de Ian McEwan.
Traducción de Álvaro Díaz.]