Habréis oído hablar de mi amigo, el otrora aclamado novelista Jocelyn Tarbet, pero sospecho que su recuerdo está empezando a desvanecerse. El tiempo puede ser implacable con la reputación. Lo primero que os vendrá a la mente estará probablemente relacionado con un escándalo medio olvidado y con una deshonra. Nunca habríais oído hablar de mí, el otrora desconocido novelista Parker Sparrow, hasta que mi nombre se ligó públicamente con el suyo. Para unos pocos entendidos, nuestros nombres permanecen fuertemente ligados, como los dos extremos de un balancín. Su ascenso coincidió con mi declive, aunque no lo causó. Luego su descenso fue mi triunfo terrenal. No niego que hubiera irregularidades. Robé una vida, y no pretendo devolverla. Puede que interpretéis este puñado de páginas como una confesión.
Para hacerlo bien, debo retroceder cuarenta años a un tiempo en el que nuestras vidas, total y felizmente superpuestas, parecían estar destinadas a avanzar paralelamente hacia un futuro compartido. Estudiábamos en la misma Universidad, estábamos en la misma carrera – Literatura Inglesa -, publicamos nuestras primeras historias en revistas de estudiantes con títulos como Knife in Your Eye(pero ¿qué clase de nombres son esos?) Éramos ambiciosos. Queríamos ser escritores, escritores famosos, grandes escritores incluso. Íbamos juntos de vacaciones y leíamos las historias del otro, las comentábamos de manera generosa y ferozmente honesta, hacíamos el amor con la novia del otro y, en unas cuantas ocasiones, intentamos probar con una aventura homoerótica. Ahora estoy calvo y gordo, pero por aquel entonces tenía una cabeza repleta de rizos y tenía buen tipo. Me gustaba pensar que me parecía a Shelley. Jocelyn era alto, rubio, robusto, con una mandíbula bien marcada, la viva imagen del Übermenschnazi. Pero no le interesaba para nada la política. Lo nuestro era simplemente una pose bohemia. Creíamos que nos hacía fascinantes. La verdad era que a ambos nos repelía la imagen del pene del otro. Hicimos muy poco con o al otro, pero éramos felices de hacer pensar a la gente que hacíamos mucho.
Nada de esto se interpuso en nuestra amistad literaria. No creo que por entonces fuéramos propiamente competitivos. Pero, al mirar atrás, diría que, al principio, yo era el que llevaba la delantera. Fui el primero en publicar en una revista literaria de verdad – The North London Review. Al final de nuestro periplo universitario, yo fui de los primeros de la promoción y él de los segundos. Decidimos que ese tipo de cosas eran irrelevantes, y así resultó ser. Nos mudamos a Londres y nos instalamos en Brixton en dos habitaciones individuales que solo estaban a unas cuantas calles de distancia entre ellas. Publiqué mi segundo relato, por lo que fue un alivio cuando él publicó el primero de los suyos. Seguimos viéndonos a menudo, emborrachándonos juntos, leyendo cosas del otro, y empezamos a movernos en los mismos círculos literarios. Incluso los dos empezamos prácticamente al mismo tiempo a escribir reseñas para la prensa nacional.
Aquellos dos años después de la universidad fueron la cima de nuestra juventud fraternal. Estábamos creciendo rápido. Los dos estábamos trabajando en nuestra primera novela y ambas tenían bastantes cosas en común: sexo, caos, un toque de apocalipsis, algo de violencia, un poco de la desesperación de moda y buenas bromas sobre todas las cosas que pueden salir mal entre un hombre joven y una mujer joven. Éramos felices. Nada se interponía en nuestro camino.
Posteriormente, dos cosas se interpusieron. Jocelyn, sin contármelo, escribió un guion televisivo. Ese tipo de cosas, pensaba yo por aquel entonces, estaban bastante por debajo de nuestro nivel. Nosotros rezábamos en el templo de la literatura. La televisión era un mero entretenimiento, basura para las masas. El guion fue producido de inmediato, protagonizado por dos actores famosos, y era bastante comprometido con una buena causa – no sé si con los sin techo o con el paro – de la que nunca había oído mencionar nada a Jocelyn. Fue todo un éxito; se hablaba de él, estaba en el foco. Se esperaba su primera novela. Nada de eso hubiera tenido importancia si yo no hubiera conocido, al mismo tiempo, a Arabella, una belleza inglesa, con grandes curvas, generosa, tranquila, una chica divertida que sigue siendo a día de hoy mi esposa. Tuve una docena de amantes antes de ella, pero no he tenido ninguna más después de Arabella. Ella fue todo lo que necesitaba en cuanto a sexo y amistad y aventuras y sorpresas. Ni si quiera una pasión tan grande fue suficiente para entrometerse entre Jocelyn y yo, o entre mi vida y mis ambiciones. Ni mucho menos. Arabella era por naturaleza abundante, nada celosa, abierta, y, desde que lo conoció, Jocelyn le cayó muy bien.
Lo que en realidad cambió todo fue que tuvimos un hijo, un pequeño llamado Matt, y en el día de su primer cumpleaños Arabella y yo nos casamos. Mi habitación de Brixton no podía servirnos a los tres por mucho tiempo. Nos mudamos bastante más al sur, todavía más hacia el centro del distrito postal del sudoeste de Londres, primero a la zona con código SW12, después a la del SW17. Desde allí, uno llegaba a la estación de Charing Cross en veinte minutos en tren, después de haber caminado hasta la estación en una andadura de unos veinticinco minutos por las afueras. Con mi trabajo como escritor freelance no podía mantenernos. Encontré entonces un puesto de media jornada como profesor en un instituto de la zona. Arabella se quedó encienta de nuevo – le encantaba estar embarazada. En el instituto pasé a trabajar a jornada completa justo cuando se publicó mi primera novela. Hubo elogios; hubo leves críticas. Seis semanas después, salió la primera novela de Jocelyn – un éxito inmediato. Aunque no vendió mucho más que la mía (en aquel tiempo, las ventas apenas importaban), su nombre empezó a sonar bien. Había avidez de encontrar una nueva voz, y Jocelyn Tarbet cantaba mucho mejor de lo que yo cantaría nunca.
Su aspecto y su altura (compararle con un Nazi sería injusto – digamos Bruce Chatwin, con el ceño fruncido de Mick Jagger), el cambio constante de novias interesantes, y el viejo deportivo MGA que conducía alimentaron su reputación. ¿Tenía envidia? No lo creo. Estaba enamorado de tres personas – nuestros hijos me parecían seres divinos. Todo lo que hacían o decían me fascinaba, y Arabella continúo también fascinándome. Pronto se volvió a quedar embarazada, y nos mudamos al norte, a Nottingham. Con la enseñanza y las responsabilidades familiares, tardé cinco años en terminar mi segunda novela. Hubo elogios, algunos más que la última vez; hubo críticas, algunas menos que la última vez. Pero sólo yo me acordaba ya de la última vez.
Por entonces, Jocelyn había publicado su tercera novela. Ya habían hecho una película de la primera protagonizada por Julie Christie. Ya había tenido un divorcio, tenía una casa en Notting Hill, muchas entrevistas en televisión, y bastantes fotos en las revistas del corazón. Hacía declaraciones graciosísimas y mordaces sobre el Primer Ministro. Se estaba convirtiendo en la voz de nuestra generación. Pero lo sorprendente es esto: nuestra relación no flaqueó. Se hizo más intermitente, desde luego. Estábamos ocupados en nuestros diferentes reinos. Teníamos que sacar nuestras agendas con bastante antelación para poder vernos. De vez en cuando, subía a verme a mí y a mi familia. (Para cuando llegó nuestro cuarto hijo, nos habíamos mudado incluso más al norte, a Durham.) Pero normalmente era yo el que viaja hacia el sur para verle a él y a segunda mujer, Joliet. Vivían en una gran mansión victoriana en Hampstead, justo al lado del Hampstead Heath.
Principalmente, bebíamos y hablábamos y paseábamos por el parque. Si habéis estado escuchando, no habréis oído nada que sugiera que entre nosotros él era la estrella y que mis expectativas literarias se estaban diluyendo. Él daba por sentado que mis opiniones eran tan importantes como las suyas; nunca era condescendiente. Se acordaba incluso de los cumpleaños de los niños. En su casa, siempre me quedaba en la mejor habitación de invitados. Joliet era acogedora. Jocelyn solía invitar a sus amigos, que siempre estaban animados y eran agradables. Preparaba grandes comidas. Él y yo éramos, como decíamos a menudo, “familia”.
Pero, por supuesto, había diferencias que ninguno de los dos podíamos ignorar. Mi casa en Durham era suficientemente acogedora, pero estaba llena de niños, estaba abarrotada, y era fría en invierno. Un perro y dos gatos habían destrozado los sillones y las alfombras. La cocina estaba siempre llena de ropa sucia, ya que ahí era donde estaba la lavadora. La casa estaba atestada de un montón de accesorios de pino de color jengibre que nunca tuvimos tiempo de pintar o cambiar. Rara vez había más de una botella de vino. Los niños eran divertidos, pero eran caóticos y ruidosos. Vivíamos de mi humilde sueldo y del trabajo a media jornada de Arabella como enfermera. No teníamos ahorros, y pocos lujos. Era difícil encontrar en mi casa un lugar en el que leer un libro. O incluso encontrar un libro. Así que era un alivio pasar un fin de semana donde Jocelyn y Joliet. La gran biblioteca, las mesas de café en las que se apoyaban las ediciones de tapa dura de ese mes, la amplitud del oscuro y pulido suelo de madera de roble, cuadros, tapetes, un piano enorme, música para violín en un atril, la pila de toallas en mi habitación, la magnífica ducha, la quietud adulta que se extendía por la casa, una sensación de orden y brillo que sólo una señora de la limpieza diaria puede mantener. Había un jardín con un viejo sauce, una musgosa terraza Yorkstone, un vasto césped con grandes muros. Y, a parte de todo esto, el lugar estaba impregnado de una sensación de apertura, curiosidad, tolerancia y cierto gusto por el humor. ¿Cómo podía no vivir allí?
Supongo que debería confesar en un singular esfuerzo de oscuro sentimentalismo, una melodía de una vaga inquietud a la que nunca pude dar voz. Sinceramente, todo esto no me causó tantos problemas. Había escrito cuatro novelas en quince años – un logro heroico, teniendo en cuenta mis horas como profesor, como padre y la falta de espacio. Las cuatro estaban descatalogadas. Ya no tenía editor. Siempre enviaba una copia de la última novela que acababa a mi viejo amigo con una cariñosa dedicatoria. Él me lo agradecía, pero nunca me hacía comentarios sobre ellas. Estoy bastante seguro de que después de los días de Brixton no volvió a leer nada mío. También él me mandaba copias de sus novelas cuando salían – nueve frente a mis cuatro. Yo le escribí largas cartas elogiosas sobre las dos o tres primeras, después decidí en nombre del equilibrio dentro de nuestra amistad hacer lo mismo que él. Ya no volvimos a hablar o a escribir sobre los libros del otro – y eso parecía funcionar bien.
Así que ahí estábamos, pasada la mitad de la vida, rozando la cincuentena. Jocelyn era un tesoro nacional, y yo – bueno, no estaría bien hablar de fracaso. Todos mis hijos habían entrado o iban a entrar a la universidad, yo todavía jugaba bastante bien al tenis, mi matrimonio, después de algunos tira y afloja y un par de crisis serias, se mantenía unido, y se estaba extendiendo el rumor de que sería nombrado profesor titular ese mismo año. También estaba escribiendo mi quinta novela – pero eso no estaba saliendo excesivamente bien.
Y ahora paso al núcleo de la historia, el cambio crucial de lado del balancín. Era principios de julio y me dirigí desde Durham a Hampstead, como hacía a menudo tras corregir los exámenes finales. Como siempre, estaba en un estado de agotamiento placentero. Pero esta no iba a ser una visita más. Al día siguiente, Jocelyn y Joliet se iban a Orvieto a pasar la semana y yo era el encargado de cuidar la casa – dar de comer al gato, regar las plantas, y utilizar el espacio y el silencio para trabajar en las sinuosas cincuenta y ocho páginas de mi novela.
Cuando llegué, Jocelyn estaba fuera haciendo recados y Joliet me dio la bienvenida. Era especialista en cristalografía de rayos X en el Imperial College, una mujer bella y elegante con una voz cálida y suave y grandes modales. Nos sentamos a tomar el té en el jardín, poniéndonos al día. Y entonces, con una pausa y una mueca a modo de introducción, como si hubiera ensayado el momento, me contó “lo de Jocelyn”, cómo no le estaban yendo muy bien las cosas con su trabajo. Había acabado un borrador de una novela y estaba deprimido. No había conseguido estar a la altura de lo que esperaba, pues ese estaba destinado a ser un libro importante. Estaba hundido. No pensaba que pudiera mejorarla; tampoco pensaba que pudiera destruirla. Había sido ella la que había sugerido que se tomaran unas pequeñas vacaciones para olvidarse de todo en Orvieto. Él necesitaba descansar y alejarse de sus páginas. Mientras estábamos sentados a la sombra del enorme sauce, me contó lo abatido que había estado Jocelyn. Ella se había ofrecido para leer la novela, pero él se había negado – razonablemente, pues ella no es una persona demasiado literaria.
Cuando hubo terminado, dije frívolamente, “estoy seguro de que puede arreglarla si la deja reposar un tiempo.”
Partieron la mañana siguiente. Entonces di de comer al gato, me hice otro café, y extendí mis páginas en el escritorio de la habitación de invitados. La casa, enorme e impoluta, estaba en silencio. Pero mis pensamientos seguían volviendo a la historia de Joliet. Parecía tan raro que mi exitoso amigo pudiera tener una crisis de confianza. El hecho me interesó; incluso me alegró un poco. Una hora después, sin haberlo previsto previamente, me dirigí hacia el estudio de Jocelyn. Cerrado. Con el mismo ánimo despreocupado, deambulé hasta el dormitorio principal. Me acordaba de los días de Brixton de dónde solía guardar Jocelyn la marihuana. No me llevó demasiado tiempo encontrar la llave, en el fondo del cajón de los calcetines.
No me creeréis, pero no tenía ningún plan. Sólo quería echar un vistazo.
En su escritorio, una enorme máquina de escribir vieja zumbaba – se le había olvidado apagarla. Era de los que se resistía a escribir a ordenador. Él texto mecanografiado estaba ahí mismo, en un montón apilado cuidadosamente, seiscientas páginas – largo, pero no demasiado. El título era “El tumulto”, y debajo vi, escrito a lápiz, “quinto borrador”, seguido de la fecha de la semana anterior.
Me senté en la mesa del escritorio de mi viejo amigo y comencé a leer. Dos horas después, en una especie de ensoñación, me tomé un descanso, fui al jardín diez minutos, y decidí que debía continuar con mi propio intento desafortunado. En lugar de eso, me encontré arrastrado otra vez al escritorio de Jocelyn. Dudé, pero me acabé sentando. Leí durante todo el día, paré para cenar, me quedé hasta tarde leyendo, me desperté pronto, y para la hora de comer había terminado.
Era magnífica. Lo mejor que había escrito. Mejor que cualquier otra novela contemporánea que recuerde haber leído. Si digo que era Tolstoyana en su ambición, debo decir que también era vanguardista, Proustiana, del estilo de Joyce en su ejecución. Tenía momentos de alegría y de inmenso dolor. Su prosa sonaba mejor que nunca. Era cosmopolita; ahí estaba Londres; ahí estaba el siglo veinte. Las descripciones de los cinco protagonistas me abrumaron con su verdad, con su destreza. Sentí que conocía a esa gente de toda la vida. En ocasiones parecían demasiado cercanos, demasiado reales. El desenlace – de unas cincuenta páginas – era sinfónico en su lentitud, majestuosidad desplegada, triste, sutil, honesto, y acabé llorando. No exclusivamente por el enredo de los personajes, sino por la sublime concepción general, por su entendimiento del amor y el arrepentimiento y el destino, y por su tibia compasión por la fragilidad de la condición humana.
Me levanté del escritorio. Distraídamente, observé a un tordo maltrecho dando pequeños saltos hacia delante y hacia atrás en el césped en busca de un gusano. No lo digo por defenderme, pero repito que no tenía ningún plan. Solo experimenté el resplandor de una lectura extraordinaria, una forma de profunda gratitud que les será familiar a todos aquellos que amen la literatura.
Digo que no tenía ningún plan, pero sí que sabía lo que haría a continuación. Simplemente llevé a cabo lo que otros se hubieran limitado a pensar. Me moví como un zombi, distanciándome de mis propias acciones. También me dije a mí mismo que solamente estaba tomando precauciones, que no saldría nada de aquello que estaba haciendo. Estos pensamientos eran un cojín, una protección vital. Recodándolo desde el presente, me preguntó si me vi alentado por los rumores de las falsificaciones de Lee Israel, o por el “Pierre Menard” de Borges o por “Si una noche de invierno un viajero” de Calvino. O quizá por un episodio de una novela que había leído el año anterior, “La información” de Martin Amis. Sé de primera mano que el propio Amis basó ese episodio en una noche de copas con otro novelista, ese (la memoria me falla) de nombre escocés y actitud inglesa. Me contaron que los dos amigos se entretuvieron imaginando todas las formas posibles en las que un escritor podía arruinar la vida de otro. Pero esto fue diferente. Puede sonar inverosímil, dado lo que siguió, pero aquella mañana no tenía intención de causarle ningún mal a Jocelyn. Sólo pensaba en mí mismo. Tenía ambiciones.
Llevé aquellas páginas a la cocina y las metí en una bolsa de plástico. Crucé Londres en taxi camino de una calle oscura donde sabía que había una tienda de fotocopias. Regresé, devolví el manuscrito al escritorio de Jocelyn, cerré su estudio, limpié mis huellas de la llave, la devolví al cajón de los calcetines.
De vuelta en la habitación de invitados, saqué de mi maletín uno de mis cuadernos en blanco – siempre me los regalan por Navidad – y me puse a trabajar, seriamente a trabajar. Empecé a escribir extensas notas sobre la novela que acababa de leer. Feché la primera entrada dos años antes. Me desvié deliberadamente del tema en varias ocasiones, desarrollé ideas irrelevantes, pero continué volviendo a la línea central de la historia. Escribí durante tres días a toda velocidad, llené dos cuadernos esbozando escenas. Di con nuevos nombres para los personajes, alteré algunos aspectos de su pasado, sus entornos, detalles de sus caras. Me las arreglé para meter algunos temas menores que estaban en mis novelas anteriores. Incluso me cité a mí mismo. Pensé que Nueva York podría servir en lugar de Londres. Después me di cuenta de que nunca podría darle vida a una ciudad de la manera en la que Jocelyn lo había hecho, así que volví a ambientarla en Londres. Trabajé duro y empecé a tener la sensación de que estaba siendo creativo realmente. Iba a ser, después de todo, mi novela tanto como la suya.
Durante el resto de mi estancia, mecanografíe los tres primeros capítulos. Unas cuantas horas antes de que llegaran, les dejé a Jocelyn y a Joliet una nota en la que les explicaba que debía volver al norte para una reunión de profesores. Podréis pensar que estaba siendo un cobarde, que no podía enfrentarme al hombre al que le estaba robando. Pero no fue así. Quería irme y seguir trabajando. Ya tenía veinte mil palabras y estaba desesperado por seguir.
En casa, le dije a Arabella, que, sinceramente, la semana había sido un éxito rotundo. Estaba trabajando en algo importante. Quería pasar mis vacaciones de verano desarrollándolo. Trabajé el resto de julio. A mediados de agosto, imprimí mi primer borrador e hice una hoguera en el jardín con las fotocopias. Hice muchas correcciones en las páginas, introduje mis marcas, y a principios de septiembre estaba listo el nuevo borrador. Afrontémoslo, la novela era todavía de Jocelyn. Había pasajes brillantes suyos que dejé casi intactos. Pero había bastante de mi propia escritura como para permitirme un orgulloso sentimiento de propiedad. Había espolvoreado sus páginas con el polvo de mi identidad. Incluso había incluido una referencia a mi primera novela, leída por uno de los personajes en la playa.
Mi editor, en una de esas limpiezas salvajes de los así llamados escritores de talla media, me tuvo que despedir con un “profundo dolor”. Estaba libre contractualmente. Mejor que autopublicarme en internet, preferí hacerlo con una editorial anticuada llamada Gorgeous Books en la que tuve que pagar para que lo publicaran. Fue un proceso alarmantemente rápido. En una semana, tenía en mis manos un ejemplar de “El baile que ella rechazó”. La cubierta era violeta, con letras doradas en relieve en una caligrafía florida, y las páginas estaban ligeramente perfumadas. Firmé un ejemplar y se lo mandé por correo a mi querido amigo. Sabía que nunca lo leería.
Llevé todo eso a cabo antes de reanudar la enseñanza, a finales de septiembre. Durante el otoño, en mi tiempo libre, mandaba el libro a amigos, a librerías, a periódicos, siempre cerciorándome de incluir una pequeña nota. Doné copias a tiendas de caridad con la esperanza de que fuera circulando. Dejé ejemplares en estanterías de librerías de segunda mano. Jocelyn me contó por email que había abandonado “El tumulto” y que ahora estaba trabajando en algo nuevo. Supe entonces que no me quedaba otra que esperar – y tener esperanza.
Pasaron dos años. Seguí como de costumbre yendo de visita a Hampstead, donde evitábamos, como solíamos, hablar de nuestro trabajo. En esa época, no escuché a nadie, a parte de a mi mujer, hablar sobre “El baile que ella rechazó”. El libro arrolló a Arabella, que estaba indignada, furiosa de que fuera ignorado. Me dijo que mi amigo el famoso debería hacer algo al respecto. Yo, tranquilo, le expliqué que no se lo podía pedir por orgullo. En mis viajes a Londres, distribuí más ejemplares de “El baile” en negocios de segunda mano. En Navidad, alrededor de cuatrocientas copias estaban por ahí fuera.
Tres años separaron la aparición de “El baile que ella rechazó” de la de “El tumulto”. Como yo había anticipado, los amigos le habían dicho a Jocelyn que era su mejor novela y que debía publicarla. Cuando lo hizo, la prensa fue también, como yo había esperado, una dulce melodía de pájaros cantores en éxtasis. Me esperé a que el proceso que había puesto en marcha encontrara su momento. Pero como nadie había leído mi versión perfumada, nada podía pasar. Me vi obligado a darle un empujón al asunto. Envié mi creación en un sobre blanco a un crítico amargado y chismoso del Evening Standard de Londres. Mi nota sin firmar decía, en Courier 16pt., “¿No te recuerda esto a una novela muy exitosa publicada el mes pasado?”
Sabréis la mayor parte del resto. Fue la historia perfecta. Una tormenta salvaje se levantó en mi casa y en la de Jocelyn. Tenía todos los ingredientes necesarios. Un villano despreciable, un héroe silencioso. Un tesoro nacional expulsado de su pedestal, pillado con las manos en la masa, un viejo amigo con mala suerte, traicionado, pasajes completos plagiados, la concepción entera robada, también los personajes, sin una explicación verosímil por parte del hombre culpable, de quien sus amigos entendieron entonces su reticencia a publicar, decenas de miles de copias de “El tumulto” retiradas de las librerías y destruidas. ¿Y el viejo amigo? Se negaba noblemente a condenar, rechazaba todas las entrevistas – y, por supuesto, era un genio descubierto, el mejor libro en años, un clásico moderno, un hombre agradable apreciado por sus estudiantes y sus compañeros, maltratado por su editor, con sus libros descatalogados. Después, un proceso para conseguir los derechos, todos los derechos, tanto de todas sus obras como de “El baile”, con agentes y subastas de por medio, con los derechos de la película y la gente del cine.A continuación los premios – el Booker, el Whitbread, el Medici, el del Círculo de la Crítica, en un ensordecedor banquete sin fin. Copias de la edición de Gorgeous vendiéndose por cinco mil libras en AbeBooks. Luego, cuando las cosas se calmaron, y con mi libro todavía volando de las estanterías, artículos detallados sobre la cleptomanía literaria, la extraña obsesión por que te pillen, y los actos artísticos de autodestrucción pasada la madurez.
En los e-mails y las llamadas con Jocelyn me mostraba frío. Me mostraba ofendido sin decirlo, dispuesto a poner fin a nuestra relación, al menos por ahora. Cuando me dijo lo desconcertado que estaba, carraspeé, me callé un momento, y le recordé el ejemplar que le había enviado. ¿De qué otra forma podía haber pasado? Al final, concedí una entrevista a una revista de California. Se convirtió en la versión oficial, y el resto de la prensa la recogió. Le di acceso al periodista a mis cuadernos, a las notas de rechazo y las cartas, a copias de mis notas que había añadido a mis ejemplares. Vio lo concurrida que estaba mi casa; conoció a mi encantadora mujer y a mis hijos. Escribió sobre mi compromiso con la noble causa del arte, sobre mis reticencias a criticar a un viejo amigo, sobre las humillaciones de mi vanidad por no ser publicado sufridas sin una sola queja, sobre el redescubrimiento de un autor brillante que estaba en los fondos editoriales, algo comparable al fenómeno John Williams. Por cortesía del American Weekly, me convertí en un santo.
En cuanto a mi vida privada, todo bastante previsible. Al final, compramos una antigua casa en las afueras de un pueblo que estaba a tres millas de Durham. Un río majestuoso corre por el terreno. En mi sesenta cumpleaños, ya esperábamos dos nietos. El año anterior, acepté el título de caballero. Sigo siendo un santo, un santo extremadamente rico, y estoy cerca de convertirme en un tesoro nacional. A mi sexta novela no le fue tan bien con las críticas, aunque las ventas fueron rocambolescas. Puede que deje de escribir. No creo que a nadie le importe.
¿Y en cuanto a Jocelyn? También previsible. Nadie en el mundo editorial se acercaría a él; tampoco los lectores. Vendió su casa, se mudó a Brixton, nuestro viejo territorio, donde, dice que de todas maneras se siente más a gusto. Da clases nocturnas de escritura creativa en Lewisham. Me agrada que Joliet no le abandonara. Y no hay ningún problema entre nosotros. Permanecemos unidos. Se lo he perdonado todo. A menudo viene a visitarnos y siempre se hospeda en la mejor habitación de invitados, con vistas al río, donde suele pescar truchas y remar varias millas. Joliet viene a veces con él. Les caen bien nuestros viejos amigos de la universidad, que son simpáticos y tolerantes. A veces, él cocina para todos. Creo que está agradecido de que haya dejado de tirarle pullas de que echara un vistazo a aquella edición violeta perfumada.
A veces, ya tarde en la noche, cuando estamos los dos sentados al lado del fuego (tengo una chimenea enorme), bebiendo y repasando este curioso episodio, este desastre, me repite su propia teoría, que ha estado perfeccionando a lo largo de los años. Nuestras vidas, dice él, siempre han estado entrelazadas. Hemos hablado sobre todo un millón de veces, hemos leído los mismos libros, hemos soportado lo mismo y compartido tantas cosas, y de alguna extraña manera nuestros pensamientos, nuestras imaginaciones se fundieron hasta tal punto que acabamos escribiendo la misma novela, más o menos.
Cruzo el salón con una buena botella de Pomerol para rellenarle la copa. Es sólo una teoría, le contesto, pero es una teoría de buena voluntad, una idea encantadora que celebra la esencia misma de nuestra larga e inquebrantable amistad. Somos familia.
Levantamos nuestras copas.
¡Salud!