lunes, 22 de enero de 2018

Cuento de Navidad de Auggie Wren (Trad. Álvaro Díaz)

Cuento de Navidad de Auggie Wren:
(Trad. de Álvaro Díaz)

Auggie Wren fue quien me contó esta historia. Como Auggie no sale demasiado bien parado, al menos no como a él le gustaría, me ha pedido que no utilice su verdadero nombre. Todo lo demás, el asunto sobre la cartera perdida y la mujer ciega y la cena de Navidad está tal y como él me lo contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Trabaja detrás del mostrador del estanco de la calle Court, en el centro de Brooklyn, y, dado que es el único sitio donde tienen los pequeños cigarros holandeses que me gusta fumar, voy allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo no le presté demasiada atención a Auggie Wren. Era solo ese extraño con una sudadera con capucha azul que me vendía cigarrillos y revistas, el personaje ocurrente y divertido que siempre tenía algún comentario gracioso sobre el tiempo, los Mets o los políticos de Washington, y hasta ahí era donde llegaba el asunto.

Pero de repente un día, hace unos cuantos años, estaba ojeando una revista en la tienda cuando se tropezó con la reseña de uno de mis libros. Supo que se trataba de mí por la fotografía que acompañaba a la reseña, y a partir de ahí las cosas cambiaron entre nosotros. Dejé de ser un cliente más para Auggie, me había convertido en alguien distinguido. La mayoría de las personas no se preocupaban sobre libros y escritores, pero resultó que Auggie se consideraba a sí mismo un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me tomó como un aliado, un confidente, un camarada. Para ser sincero, me pareció bastante violento. Entonces, inevitablemente, llegó el momento en el que me preguntó si quería echar un ojo a sus fotografías. Viendo su entusiasmo y su voluntad, no parecía que hubiera alguna forma de rechazarlo.

Ni Dios sabe lo que me esperaba. Desde luego que no era ni de cerca lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña habitación sin ventanas en la parte de atrás de la tienda, abrió una caja de cartón de dónde sacó doce álbumes de fotos idénticos. Esa era la obra de su vida, dijo, y no le había llevado más de cinco minutos al día. Cada mañana de los últimos doce años, se había plantado en la esquina de la avenida Atlantic con la calle Clinton justo a las siete en punto y había hecho una foto en blanco y negro de la misma vista. El proyecto superaba ya las cuatro mil fotografías. Cada álbum contenía las de un año, y todas las fotos estaban ordenadas cronológicamente, desde el 1 de Enero hasta el 31 de Diciembre, con las fechas escritas con cuidado debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que era la cosa más rara y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotos eran la misma. Todo el proyecto era una anestésica arremetida de repeticiones, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un continuo delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría nada que decirle a Auggie, así que seguí pasando páginas, asintiendo con fingido reconocimiento. Auggie parecía impasible, observándome con una amplia sonrisa en la cara, pero después de que hubiera visto que había seguido pasándolas durante varios minutos, me interrumpió de repente y dijo, “Estás yendo demasiado rápido. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.”

Por supuesto, tenía razón. Si no te tomas tu tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me propuse ir más relajadamente. Presté más atención a los detalles, me di cuenta de los cambios de tiempo, me fijé en los diferentes ángulos de la luz con el paso de las estaciones. Pude incluso darme cuenta de las diferencias en el tráfico, pude anticipar el ritmo de los diferentes días (el movimiento de las mañanas de trabajo, la relativa calma de los findes, el contraste entre los sábados y los domingos). Y, poco a poco, empecé a reconocer los rostros de la gente del fondo, los peatones de camino al trabajo, la misma gente en el mismo sitio cada mañana, viviendo un instante de sus vidas bajo la mirada de la cámara de Auggie.

Una vez que empecé a conocerlos, comencé a estudiar sus figuras, la manera en la que se llevaban a sí mismos de una mañana a la siguiente, intentando descubrir sus estados de ánimo bajo la superficie, como si pudiera imaginar su historia, como si pudiera penetrar en los dramas encerrados debajo de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Dejé de estar aburrido, de estar desconcertado como lo había estado al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el natural y el humano, y lo estaba haciendo plantándose en una pequeña esquina del mundo, haciéndola su propia esquina, y vigilando el espacio que había escogido como propio. Mientas me veía pararme a contemplar su obra, Auggie siguió sonriendo con placer. Entonces, como si hubiera estado leyéndome la mente, empezó a recitar unos versos de Shakespeare. “Mañana y mañana y mañana” susurró en una exhalación, “el tiempo trepa con su ritmo mezquino”[1]. Me di cuenta entonces de que sabía perfectamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotos. Desde ese día, Auggie y yo hemos hablado sobre su trabajo muchas veces, pero fue ayer cuando supe cómo consiguió su cámara y empezó a hacer fotos. Ese era el tema de la historia que me contó, y todavía ando esforzándome por buscarle un sentido.

Esa misma semana, me llamó un hombre del New York Times y me preguntó si estaría dispuesto a escribir un relato que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue rechazarlo, pero el hombre fue tozudo y cautivador, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. Sin embargo, el momento en el que colgué el teléfono me entró un pánico terrible. ¿Qué sabía yo de la Navidad? Me pregunté. ¿Qué sabía de escribir relatos por encargo?

Pasé los siguientes días sumido en la desesperación, enfrentado con los fantasmas de Dickens, O. Henry, y otros maestros del espíritu navideño. La simple expresión “cuento de navidad” tenía asociaciones negativas para mí, evocándome terribles flujos de sentimentalismos hipócritas y sensiblerías. Las historias de Navidad, incluso las mejores, no eran más que sueños de realización de los deseos, cuentos de hadas para adultos, y estaría jodido si alguna vez me permitiera escribir algo así. Y, sin embargo, ¿cómo podía alguien proponerse escribir un cuento de Navidad sin sensiblería? Era una contradicción en sí misma, una imposibilidad, un completo enigma. Es como imaginarse un caballo de carreras sin piernas, o un gorrión sin alas.

No llegaba a ninguna parte. El jueves salí a dar un paseo, esperando que el aire aclarara mis ideas. Justo después del mediodía, me paré en el estanco a reponer mis provisiones, y allí estaba Auggie, como siempre detrás del mostrador. Me preguntó cómo estaba. Sin casi darme cuenta, me encontré contándole mis penas. “¿Una historia de Navidad?” dijo cuando terminé de contarle. “¿Eso es todo? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré la mejor historia de Navidad que jamás hayas oído. Y te garantizo que cada palabra de ella es verdad.”

Caminamos calle abajo hasta Jack’s, un delicatesen abarrotado y estrecho con buenos sándwiches de pastrami y fotos de los antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos la comida, y entonces Auggie se lanzó a contar su historia.

“Era el verano del setenta y dos”, dijo. “Un chico entró una mañana y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y no creo que haya visto un ladrón más patético en mi vida. Está al lado el estante de los libros de bolsillo que está en la pared del fondo, llenándose los bolsillos de la chaqueta. Había mucha gente alrededor del mostrador, por lo que al principio no lo vi. Pero una vez que me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Salió disparado como una liebre, y, para cuando conseguí salir de detrás del mostrador, ya estaba llegando a la avenida Atlantic. Le perseguí durante media manzana, hasta que me rendí. Se le había caído algo por el trayecto, y como no me apetecía seguir corriendo, me agaché a ver qué era.

“Resultó ser su cartera. No había nada de dinero dentro, pero sí que estaban su carnet de conducir y tres o cuatro fotos. Supongo que podría haber llamado a la poli para que lo arrestaran. Tenía su nombre y su dirección en el carnet, pero me dio pena el chico. Solo era un pequeño gamberro miserable y, una vez que miré las fotos de la cartera, no conseguía sentir furia hacia él. Robert Goodwin. Ese era su nombre. Me acuerdo que en una de las fotos estaba abrazando a su madre o a su abuela. En otra, estaba sentado a los nueve o diez años con una equipación de béisbol y una sonrisa en la cara. Simplemente no tenía corazón para hacerlo. Me imaginé que probablemente estaría en la droga. Un pobre chico de Brooklyn sin mucho por lo que luchar y, de todas maneras, ¿a quién le importaban un par de ediciones baratas de bolsillo?

“Así que me quedé la cartera. De vez en cuando sentía el deseo de mandársela de vuelta, pero lo fui posponiendo y nunca hice nada al respecto. Entonces llega la Navidad y me encuentro sin nada que hacer. El jefe me invita normalmente a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia iban a Florida a visitar a familiares. Así que estoy esa mañana en mi apartamento sintiendo un poco de pena por mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin en una estantería de la cocina. Pienso ¡qué narices! ¿por qué no hacer algo bueno por una vez?, y me pongo el abrigo y me voy a devolverle la cartera en persona.

“La dirección era en Boerum Hill, en algún lugar del barrio de viviendas de protección. Hacía un frío de narices aquel día y recuerdo perderme unas cuantas veces intentando encontrar el edificio. Todo parece lo mismo en ese sitio, y tú sigues deambulando sobre el mismo sitio pensando que estás en otro lugar. De todas maneras, al final consigo llegar al apartamento que buscaba y llamo al timbre. No pasa nada. Supongo que no hay nadie, pero lo intento una vez más para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo a alguien acercarse lentamente a la puerta. Una voz de señora mayor pregunta quién es y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin. ¿Eres tú, Robert? dice la señora, y entonces quita como unas quince cerraduras y abre la puerta.
“Tiene que tener por lo menos ochenta años, o incluso noventa, y la primera cosa de la que me doy cuenta es de que está ciega. ‘Sabía que vendrías, Robert’, dice. ‘Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.’ Y entonces abre los brazos como para abrazarme.

“No tenía mucho tiempo para pensar, entiéndeme. Tuve que decir algo deprisa y, antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, pude oír las palabras saliendo de mi boca. ‘Claro que no, abuela Ethel’, dije. ‘Volví para verte en Navidad.’ No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo, no lo sé. Simplemente ocurrió así, y entonces repentinamente esa señora estaba abrazándome en frente de su puerta, y yo también la estaba abrazando a ella.

“No dije exactamente que fuera su nieto. Al menos no en esas palabras, pero eso era lo que se infería. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Fue como un juego al que los dos decidimos jugar sin tener que discutir las reglas. Es decir, esa mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no estaba tan loca como para no distinguir entre un extraño y alguien de su propia sangre. Pero le hacía feliz fingir y, como de todas formas yo no tenía nada mejor que hacer, no me importó seguirle el rollo.

“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Puedo decir que el sitio era un cuchitril, pero ¿qué se puede esperar de una mujer ciega que se encarga de mantener su casa? Cada vez que me hacía una pregunta sobre cómo estaba, le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cientos de historias maravillosas y ella hizo como si se creyera cada una de ellas. ‘Eso está bien, Robert’, decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. ‘Siempre supe que las cosas que las cosa te acabarían saliendo.’

“Después de un rato, me entró bastante hambre. No parecía que hubiera demasiada comida en la casa, por lo que salí a una tienda del barrio y traje un poco de todo. Un pollo precocinado, sopa de verdura, un paquete de ensalada de patata, una tarta de chocolate, todo tipo de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su habitación, así que entre los dos nos las arreglamos para organizar una cena de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco contentos con el vino y, una vez que acabamos con la comida, fuimos a sentarnos en el salón, donde las sillas eran más cómodas. Tenía que hacer pis, por lo que me disculpé y fui al baño del final del pasillo. Ahí es donde las cosas dieron todavía otro giro. Ya era bastante disparatado el jueguecito de hacerme pasar por el nieto de Ethel, pero lo que hice después fue una absoluta locura, y nunca me perdonaré por ello.

“Entro al baño y, apiladas contra la pared de al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. Cámaras de treinta y cinco milímetro,s completamente nuevas, todavía en sus cajas, material de alta calidad. Me imagino que todo es obra del verdadero Robert, un lugar donde almacenar uno de sus últimos botines. Nunca he hecho una foto en mi vida, y desde luego nunca he robado nada, pero en el momento en el que veo esas cámaras colocadas en el baño, decido que quiero una para mí. Así de simple. Y, sin ni siquiera pararme a pensarlo, pongo una de esas cajas bajo mi brazo y vuelvo al salón.

“No pude haber estado en el baño más de tres minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su silla. Demasiado Chianti, supongo. Fui a la cocina a lavar los platos y ella estuvo dormida durante todo el rato, roncando como un bebé. No tenía ningún sentido despertarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota para decirle adiós, puesto que estaba ciega y eso, así que simplemente me marché. Dejé la cartera de su nieto encima de la mesa, cogí nuevamente la cámara y salí del apartamento. Y ese es el final de la historia.”

“¿Alguna vez volviste a verla?” le pregunté.

“Una vez”, respondió. “Como tres o cuatro meses más tarde. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado. Al final me decidí a devolvérsela, pero Ethel ya no estaba allí. No sé lo que pasó con ella, pero otra persona se había mudado al apartamento y no pudo decirme dónde estaba.”

“Probablemente murió.”

“Sí, probablemente.”

“Lo que significa que pasó sus últimas Navidades contigo.”

“Supongo. Nunca lo había pensado.”

“Fue un buen acto, Auggie. Fue algo bonito lo que hiciste por ella.”

“Le mentí y luego le robé. No sé cómo puedes llamar a eso un buen acto.”

“La hiciste feliz. Y la cámara era robada de todas maneras. No es como si a la persona a la que se la quitaste de verdad le perteneciera.”

“¿Cualquier cosa por el arte, eh, Paul?”

“Yo no diría eso. Pero al menos hiciste buen uso de la cámara.”

“Y ahora tú tienes tu historia de Navidad, ¿no?”

“Sí”, dije, “supongo que la tengo.”

Me paré un momento, estudiando a Auggie mientras una sonrisa irónica se extendía por su rostro. No podía estar seguro, pero la mirada en sus ojos en ese momento era tan misteriosa, tan cargada con el brillo del placer interior, que de repente se me pasó por la cabeza que se lo había inventado todo. Estuve a punto de preguntarle si se estaba quedado conmigo, pero me di cuenta de que nunca me lo diría. Me había convencido para creérmelo y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay una historia que no pueda ser verdad.”

“Eres un as, Auggie”, dije. “Gracias por ser de tanta ayuda.”

“Cuando quieras”, contestó, mirando todavía con esa luz macabra en los ojos. “Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?”

“Supongo que te debo una”.

“No, no me debes nada. Sólo escríbelo de la forma en la que te lo he contado y no me debes nada.”

“Excepto la comida”.

“Eso es. Excepto la comida.”

Respondí a la sonrisa de Auggie con otra sonrisa y entonces llamé al camarero y le pedí la cuenta.




[1] Tomorrow and tomorrow and tomorrow/ time creeps on its petty pace.”

Memoria de un olvido


 Esta mañana me he levantado sobresaltado, oprimido el pecho y pesada la cabeza, con la sensación de haberme dormido, de llegar tarde a trabajar. En la oficina me estarían esperando, el sr. Pérez encolerizado, y el niño llegaría tarde a la escuela. Pero he mirado de reojo entonces el tenue brillo del reloj en la mesilla y todo ha vuelto a su orden. Me quedaba tiempo para cerrar los ojos todavía, antes de poner en marcha el ritual del lavabo y el armario, del apresurado aseo y el uniforme desgastado.
    Al incorporarme sobre el colchón, sin embargo, las impertinentes franjas de luz que apenas iluminaban la habitación insinuaban la pulcritud y el orden de las mañanas de hotel, de esos lugares donde uno es extranjero en su propio despertar.  
    Ha sido en ese momento que me he dado cuenta: no sabía dónde estaba. Un habitáculo más bien pequeño con un armario empotrado en la pared de mi derecha y un ventanal en la de mi izquierda, la claridad de la mañana delatándolo, con la persiana a medio bajar.
    No, no era mi cama desde luego. Al mirar al lado izquierdo del colchón la ausencia del cuerpo de Helena pesaba sobre las sábanas vacías como un reproche. Se han ido amontonando sucesivamente en mi cabeza todas esas preguntas que hemos escuchado tantas veces en las películas y que sentimos de otro mundo, de otra realidad, del otro lado de las pantallas y los libros. ¿Dónde narices estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? Y lo más inquietante, ¿por qué no me acordaba de nada?
    Sin encontrar respuestas, he levantado tras un gran esfuerzo mi cuerpo, pesado y torpe, del colchón. Durante un segundo he permanecido ahí, de pie al lado de la cama observando a mi alrededor, buscando ávidamente algo a lo que agarrarme, un objeto, una señal, un indicio, pero he tropezado una vez más con la calma amarillenta del vacío. He sentido en ese momento algo que pesaba en el ambiente como una losa: era el silencio. No se oía un ruido. Ni agua corriendo por las tuberías, ni rumor de pasos en el edificio, ni apenas el canto de los pájaros afuera. ¿Afuera? Qué idiota, la ventana. He movido mi cuerpo hasta el ventanal y he subido la persiana, sorprendentemente pesada, para encontrarme con algo que de algún modo esperaba: barrotes al otro lado de cristal.
    ¿Estaba acaso en la cárcel? Y si era así, ¿por qué? El vacío en mi memoria seguía siendo la única respuesta. No parecía que estuviera preso, sin embargo. La habitación, limpia y ordenada, aséptica y espaciosa, nada tenía que ver con la imagen que tenía en la cabeza de una celda. Quizás estaba en un hospital. Sí, el ambiente de la habitación concordaba con la idea, era posible que me hubiera dado un golpe y que sufriera amnesia. Pero en ese caso, ¿dónde estaban las sondas y los aparatos y los médicos? Nada tenía sentido.
    Después de unos segundos me he dirigido hacia la puerta, intentando girar el pomo y constatando que no cedía. Alguien me debía haber encerrado. Fuera de mí, he comenzado a gritar pidiendo ayuda mientras golpeaba el marco. Una vez ahogado el grito, he caído al suelo, el cuerpo plomizo deslizándose por la madera de la puerta, exhausto.
     En el silencio que siguió al estallido las preguntas han vuelto en tropel a mi cabeza. ¿Estaría secuestrado? ¿Tendrían también a mi familia? ¿Estarían a salvo? Sólo esperaba que todo fuera una terrible pesadilla de la que pudiera despertarme pronto.
       En ese momento se ha abierto la puerta. Me he levantado como un resorte al oír el sonido metálico de la llave y he visto aparecer tras él a una chica joven con una bata blanca, una bandeja de comida y una sonrisa servicial acompañada de un “buenos días, señor González”. El gesto amable en su rostro ha durado lo que ha tardado en toparse con el carrusel de mis quejas y preguntas, de la estampida de gritos, a los que, asustada, simplemente ha contestado “tranquilícese y tómese la pastilla que va en la bandeja”, tras lo que ha añadido “en unos minutos vuelvo; tranquilícese, creo que tiene visita”.
     El estertor de la puerta al cerrarse ha vuelto a ser el preludio del silencio. Con la bandeja en las manos me he sentado en la cama, sin probar bocado. Un vaso de zumo, otro de agua, una fruta rancia y un yogur natural. Todo acompañado de dos pastillas rodando inquietas, mirándome fijamente.
     He intentado calmarme, convencerme de que había algo que se me escapaba, pero mi esfuerzo ha sido inútil. La rabia ha ido apoderándose de mi cuerpo, sentía como subía poco a poco hasta un punto de no retorno. Lo siguiente que recuerdo es el estallido de la bandeja, rota en mil pedazos contra la pared, y mi grito a pleno pulmón como venganza.
     La chica con aire de enfermera ha vuelto a los pocos minutos, asustada por los ruidos y el desastre que, al entrar en la habitación, le ha sorprendido en suelos y paredes. “¡Qué lío ha armado aquí, señor González!; le caerá una buena sanción por todo esto. Tendré que informar a la directora. Pero ahora acompáñeme, acaba de llegar su visita.”
     Resignado, he seguido a la enfermera intentando sonsacarle algo, volviendo a topar con su silencio. Me ha conducido a una habitación desierta en la que se esparcían un par de mesas, rodeadas de sillas y sillones y con un gran ventanal al fondo, tras el que se adivinaba el día naciente. “Espere aquí, señor”, ha dicho la chica, “su familiar llegará en seguida”.
     Helena, tenía que ser ella, como el madero en el naufragio. Siempre Helena salvándome el pellejo. Pero no ha sido ella la que ha atravesado el umbral de la habitación un par de segundos más tarde, sino un hombre alto y corpulento, de mediana edad y rasgos oscuramente familiares. Prácticamente era como mirarse difuminado en un espejo. “Hola, papá, ¿cómo estás? ¿qué tal ha ido esta semana?” ha espetado tras acoplar su cuerpo en la silla, erguido y fuerte. Sus palabras han llegado a mis oídos como el sonido de un cristal que se rompe. El tiempo detenido entonces, y más allá del ventanal el viento acariciando las ramas de los árboles y los pájaros cantando casi del otro lado. No era posible. Aquel hombre, mirándome a los ojos frente a frente, tenía en esa mirada el brillo de Javier. Ojeras la vestían, sin embargo, y, más abajo, en la barba rala se vislumbraban las primeras canas. No, no era posible. El tiempo, ese parásito de siempre, era rastrero y testarudo, pero era previsible. Ver a mi hijo con una edad cercana a la mía no entraba dentro de sus juegos. Las sillas y las mesas daban vueltas a mi alrededor, escapándose de mi mente todo sentido. Nada había a lo que agarrarme, sólo quedaba huir, confirmar la única solución plausible, que todo fuera un mal sueño.

    Sin saber apenas cómo, me he levantado, huyendo hacia la puerta más cercana, en la pared opuesta a la claridad del ventanal. Ha sido entonces cuando todo ha concurrido, como el tacto frío del acero, en el cristal que dominaba el centro de la puerta. Las marcadas arrugas rayaban la piel curtida de mi rostro, cuya imagen devolvía, impasible, el reflejo.