Cuando, tras luchar desaforadamente
contra el vaivén de las olas, Pablo, que ya era todo un hombrecito
de doce años, salió del agua, se encontró con que su hermana y su
madre estaban recogiendo conchas en la orilla. Era la segunda vez que
el niño veía el mar; sin embargo, era en esta ocasión cuando
estaba descubriendo la fiereza y la dulzura del juego interminable de
olas y mareas. La familia al completo -una pareja de unos treinta con dos niños que parecían haber sido sacados de
un anuncio, Pablo y su hermana pequeña- había llegado ese mismo
día a la costa mediterránea dispuestos a veranear allí durante un
par de semanas.
Al cruzarse el niño con ellas en la
orilla, las mujeres de la familia le pidieron que ayudara en la
tarea, pero la idea le provocó un gran rechazo desde el primer
momento. Aunque a su hermana pequeña le encantaban, Pablo no podía
entender la gracia de recoger esa especie de cáscara que tenían los
moluscos. De hecho, al niño las conchas le parecían un vestigio de
la muerte; un recuerdo de que allí dentro había existido vida y que, como todo, había acabado. Y sin embargo, ahora se
las llevaban los turistas como un simple souvenir de sus vacaciones
de verano. Al crío, que desde pequeño tenía una forma fija de
mirar a su alrededor, le vino una imagen oscura a la cabeza: pensó
que si en lugar de conchas hubiera esqueletos entre la arena, nadie
se tomaría la molestia de agacharse a recogerlos como si de un
tesoro se tratase. Es más, la gente sentiría pavor. El mismo pavor
que recorrió el cuerpo de Pablo el segundo en el que pasaron por su
mente estos pensamientos. Tras la reflexión, aquello llegó a
parecerle incluso un cementerio.
-Llama a la funeraria para recoger cadáveres- fue la contestación del niño al pasar corriendo camino de su toalla y su castillo de arena.
-Llama a la funeraria para recoger cadáveres- fue la contestación del niño al pasar corriendo camino de su toalla y su castillo de arena.
De la boca de su madre, sorprendida con
la respuesta, brotó una carcajada larga que vibró por encima de la
brisa marina unos segundos. "Este niño” pensó, “¿De dónde
sacará esas ideas?”
Al abandonar la playa, la familia
volvió al coche y la madre y su hija dejaron en el maletero el
tesoro recolectado durante el día dentro de una bolsa de plástico.
Habían cogido conchas de todo tipo de color y tamaño y ya pensaban
utilizarlas para adornar tal cuarto, para hacer collares y pulseras,
un cenicero... El día a ras de orilla había llegado a su fin con la
celeridad que la felicidad impone a sus instantes. Pero Pablo sabía
que mañana habría una playa nueva tras la frontera de la noche.
Al día siguiente, la familia, tras
un corto trayecto en coche desde el hotel donde se alojaban, llegó
al destino previamente marcado para pasar la jornada estival.
Llegaron a una cala virgen rodeada de acantilados que caían casi
verticalmente hasta toparse con el eterno golpear del mar. Era un
lugar salvaje, escarpado y paradisíaco. Para llegar a la orilla
había que seguir un sendero angosto entre los pinos durante más de
diez minutos con la sombrilla a cuestas y el bochorno de las doce de
la mañana caldeando el ambiente. Sin embargo, el esfuerzo merecía
la pena por ver el limpio paisaje que se abrió ante los ojos de los
miembros de la familia al dejar atrás los últimos árboles. El día
estaba gris. Nada más entrar en contacto con la arena, Pablo tiró
al suelo la camiseta y la toalla que había llevado durante el camino
y, corriendo, fue a darse el primer baño del día.
-¡Hijo, vuelve aquí!- gritó su madre sin obtener respuesta al tiempo que el chiquillo empezaba a zambullirse en el agua. -Anda cariño, ve a echarle un ojo. Hoy está el mar revuelto.- le dijo a continuación a su marido.
-¡Hijo, vuelve aquí!- gritó su madre sin obtener respuesta al tiempo que el chiquillo empezaba a zambullirse en el agua. -Anda cariño, ve a echarle un ojo. Hoy está el mar revuelto.- le dijo a continuación a su marido.
Así, tras colocar la sombrilla, las
toallas y demás enseres, el padre se dirigió al agua para bañarse
con su hijo. Pero al llegar a la altura en la que el agua y la arena
discuten en la orilla, se dio cuenta de que hacía ya unos segundos que había
dejado de ver la cabeza del niño tras pasar una ola. Alarmado, corrió mar adentro
hasta lograr acercarse al cuerpo exangüe del niño, que flotaba y
era arrastrado por la corriente. Al llegar a su altura, cargó con su
hijo intentando llegar a la orilla al tiempo que las aguas tiraban de
ellos mar adentro.
Una vez fuera del agua, la madre y su
hija recogieron todo rápidamente y subieron en dirección al
aparcamiento mientras el padre cargaba con el cuerpo del crío.
Cuando por fin llegaron al coche, el hombre colocó a toda prisa el
cuerpo de su hijo en la posición del copiloto cuando, de repente, un
grito le sobresaltó. La madre había abierto el maletero, y lo que allí
contempló la había atenazado: la bolsa de plástico estaba rota y, encima de ella, en lugar de conchas no había más que huesos.