sábado, 27 de agosto de 2016

El niño y el mar #relatosdeverano

Cuando, tras luchar desaforadamente contra el vaivén de las olas, Pablo, que ya era todo un hombrecito de doce años, salió del agua, se encontró con que su hermana y su madre estaban recogiendo conchas en la orilla. Era la segunda vez que el niño veía el mar; sin embargo, era en esta ocasión cuando estaba descubriendo la fiereza y la dulzura del juego interminable de olas y mareas. La familia al completo -una pareja de unos treinta con dos niños que parecían haber sido sacados de un anuncio, Pablo y su hermana pequeña- había llegado ese mismo día a la costa mediterránea dispuestos a veranear allí durante un par de semanas.
Al cruzarse el niño con ellas en la orilla, las mujeres de la familia le pidieron que ayudara en la tarea, pero la idea le provocó un gran rechazo desde el primer momento. Aunque a su hermana pequeña le encantaban, Pablo no podía entender la gracia de recoger esa especie de cáscara que tenían los moluscos. De hecho, al niño las conchas le parecían un vestigio de la muerte; un recuerdo de que allí dentro había existido vida y que, como todo, había acabado. Y sin embargo, ahora se las llevaban los turistas como un simple souvenir de sus vacaciones de verano. Al crío, que desde pequeño tenía una forma fija de mirar a su alrededor, le vino una imagen oscura a la cabeza: pensó que si en lugar de conchas hubiera esqueletos entre la arena, nadie se tomaría la molestia de agacharse a recogerlos como si de un tesoro se tratase. Es más, la gente sentiría pavor. El mismo pavor que recorrió el cuerpo de Pablo el segundo en el que pasaron por su mente estos pensamientos. Tras la reflexión, aquello llegó a parecerle incluso un cementerio.

   -Llama a la funeraria para recoger cadáveres- fue la contestación del niño al pasar corriendo camino de su toalla y su castillo de arena.
De la boca de su madre, sorprendida con la respuesta, brotó una carcajada larga que vibró por encima de la brisa marina unos segundos. "Este niño” pensó, “¿De dónde sacará esas ideas?”
Al abandonar la playa, la familia volvió al coche y la madre y su hija dejaron en el maletero el tesoro recolectado durante el día dentro de una bolsa de plástico. Habían cogido conchas de todo tipo de color y tamaño y ya pensaban utilizarlas para adornar tal cuarto, para hacer collares y pulseras, un cenicero... El día a ras de orilla había llegado a su fin con la celeridad que la felicidad impone a sus instantes. Pero Pablo sabía que mañana habría una playa nueva tras la frontera de la noche.
Al día siguiente, la familia, tras un corto trayecto en coche desde el hotel donde se alojaban, llegó al destino previamente marcado para pasar la jornada estival. Llegaron a una cala virgen rodeada de acantilados que caían casi verticalmente hasta toparse con el eterno golpear del mar. Era un lugar salvaje, escarpado y paradisíaco. Para llegar a la orilla había que seguir un sendero angosto entre los pinos durante más de diez minutos con la sombrilla a cuestas y el bochorno de las doce de la mañana caldeando el ambiente. Sin embargo, el esfuerzo merecía la pena por ver el limpio paisaje que se abrió ante los ojos de los miembros de la familia al dejar atrás los últimos árboles. El día estaba gris. Nada más entrar en contacto con la arena, Pablo tiró al suelo la camiseta y la toalla que había llevado durante el camino y, corriendo, fue a darse el primer baño del día.

   -¡Hijo, vuelve aquí!- gritó su madre sin obtener respuesta al tiempo que el chiquillo empezaba a zambullirse en el agua. -Anda cariño, ve a echarle un ojo. Hoy está el mar revuelto.- le dijo a continuación a su marido.
Así, tras colocar la sombrilla, las toallas y demás enseres, el padre se dirigió al agua para bañarse con su hijo. Pero al llegar a la altura en la que el agua y la arena discuten en la orilla, se dio cuenta de que hacía ya unos segundos que había dejado de ver la cabeza del niño tras pasar una ola. Alarmado, corrió mar adentro hasta lograr acercarse al cuerpo exangüe del niño, que flotaba y era arrastrado por la corriente. Al llegar a su altura, cargó con su hijo intentando llegar a la orilla al tiempo que las aguas tiraban de ellos mar adentro.
Una vez fuera del agua, la madre y su hija recogieron todo rápidamente y subieron en dirección al aparcamiento mientras el padre cargaba con el cuerpo del crío. Cuando por fin llegaron al coche, el hombre colocó a toda prisa el cuerpo de su hijo en la posición del copiloto cuando, de repente, un grito le sobresaltó. La madre había abierto el maletero, y lo que allí contempló la había atenazado: la bolsa de plástico estaba rota y, encima de ella, en lugar de conchas no había más que huesos.