sábado, 31 de octubre de 2015

II

Cuando todo se oxida,
y el verano ha huido,
y los días se contraen hasta tocarse
como los extremos de un acordeón,
y la lluvia de hojas se acumula en el camino
y gorgotea al sentir la huella pasar.

Cuando el viento todo lo desnuda,
y la bóveda gris parece aún más lejana,
y las gentes caminan con sus ojos
pegados al asfalto,
y las palabras se tornan ecos lejanos.

Entonces; el verano cautivo,
esos días, las escamas ocres del otoño,
ese viento, ese cielo y las gentes
con su letanía al caminar

Nos recuerdan susurrándonos
al oido lo que ya habíamos entendido:
también nos quedaremos en los huesos
como el árbol en las ramas,
y como hoja pisada,
seremos, al fin, polvo, nada.



sábado, 3 de octubre de 2015

El viaje.

Esta historia no necesita presentaciones. Bueno, recapitulo, no es que no las necesite, sino que me sería imposible presentarme. Todo empezó esta mañana cuando, como si de una divagación onírica se tratase, me encontraba - narro lo sucedido fielmente en primera persona, aunque me es imposible afirmar que soy un "yo" - dentro de un vagón de tren, en cuyas ventanas era inútil buscar paisaje alguno: sólo tibia oscuridad. Miré en derredor y me encontraba entre un abanico de personas hacinadas en un pequeño vagón; unas de pie y otras sentadas - ya que sólo había asientos en los laterales dispuestos de manera horizontal, y unos en frente de los otros - cada una encargada a una tarea distinta: mirando ensimismados sus pantallas, en una conversación familiar que llegaba como un rumor lejano, o simplemente mirando el mar de rostros allí detenidos. Me agradó ver a un anciano sentado dos plazas a mi derecha con la mirada fija en un libro ya amarillento. Era el único que parecía ajeno a aquella escena y, por consiguiente, el único dichoso.

La ansiedad y la frustración iban creciendo en mi interior, ya que al intentar recordar quién era, cómo había llegado o simplemente a dónde nos dirigíamos, chocaba contra la misma oscuridad reflejada en las ventanas del tren. Levanté la vista una vez más, y sentí fijarse en mí miradas inquisidoras de muchas de las gentes allí abandonadas. Sus ojos se habían tornado también oscuros y su tez, ahora más palida, parecía haber perdido su halo de vitalidad.

Dirigí mis pupilas al suelo del vagón pensando que todo había sido fruto de la fecunda imaginación que debía tener ese "yo", para mí ajeno. Busqué entonces en mis bolsillos y, esperanzado, encontré un teléfono móvil y una cartera. Intenté desbloquear el aparato, en primer lugar, pero para hacerlo debía introducir un código de cuatro dígitos que, obviamente, no recordaba. Debía ser dicha combinación una de esas fechas que utiliza la gente corriente: bien el cumpleaños o, a lo mejor, la fecha de una posible relación amorosa.

A continuación, abrí con celeridad la cartera buscando cualquier dato que pudiera ayudarme a saber algo de mi persona, o bien una fecha que desbloquease el teléfono. Sin embargo, no hallé monedas ni divisa alguna. Ni siquiera un ticket del tren en el que viajaba. Sólo había un carnet de identidad. Al encontrarlo, busqué datos que me fueran útiles, pero el nombre y apellidos que, suponía, serían los míos estaban rasgados y no pude sacar nada en claro. Bajé la mirada entonces, encontrando un dato que quizás me serviría: fecha de nacimiento.

Me apresuré a introducir posibles combinaciones de dígitos en el móvil. Probé suerte con todas las que se me ocurrieron a raíz de esa fecha, del derecho y del revés, pero todas eran erróneas. Desesperado solté un graznido. Nadie pareció haberlo oído; sólo el anciano lector levantó un instante la vista de su tarea.

Entonces, volví a mirar a la ventana de en frente en busca de alguna estación o de un atisbo de esperanza. Sin embargo, solamente apareció en ella el reflejo de un joven asustado y pálido, de tez mortecina, cabellos claros y ondulados, y mirada desesperanzada. Tardé en darme cuenta de que mi propio reflejo era la imagen de la ventana. ¡Qué aspecto tan denigrante tenía! Habría sido un chico apuesto unas horas antes, pero en ese instante, su imagen ahogada en la desesperación y el miedo me infundió un gran malestar. Me llevé seguidamente la mano a la cara para ver si mi doble en el espejo me correspondía al mismo tiempo, y me pellizque la cara para poder despertarme por fin si todo era un sueño. Al hacerlo, se me levanto la piel - que nunca más sería tirante - y me arranqué, sin quererlo y sin sentir ningún dolor, un jirón de dermis que llegó hasta el perfil de la mandíbula. Grité una vez más y me levanté al ver a mi alrededor a los demás espectros con la vida huyendo de sí a borbotones, y la piel hecha jirones de carne ya putrefacta, donde ya se vislumbraban sus huesos. Me dirigí hasta la puerta del vagón para intentar abrirla o incluso saltar en movimiento, pero todos mis esfuerzos fueron en vano. Nadie parecía percatarse de mis actos, todos eran como maniquíes allí puestos esperando el desenlace.

Fui, en ese momento, hasta la única persona que parecía algo locuaz allí, el anciano lector, y le pregunté:
- ¿A dónde nos dirigimos caballero? ¿Cuándo llegaremos a la próxima estación?
- Tranquilízate muchacho - dijo dejando el libro abierto por la última página sobre su regazo - ya no queda nada para llegar a la última parada.- Acabó la frase y, sin esperar contestación alguna, continuó con su lectura.

Abandonando toda esperanza, me senté y miré una vez más el documento de identidad que llevaba conmigo, cuando descubrí en la parte inferior un apartado que decía: fecha de defunción. Mientras sonaba el claxon edl tren indicando la llegada a la parada postrera, descubrí que el apartado del nombre estaba ahora completo y reflejaba el fin de mi búsqueda; lo que ya era: Olvido...

sábado, 26 de septiembre de 2015

I

¿Cómo soñar depués de haber soñado?
¿Cómo ha pasado mi vida sin parar
 en la estación  del fulgor humano,
 lo fútil mundano, mi alegre vocación?

¿Cómo vivir sin ninguna certeza
 con sueños en la cabeza, destinado a sufrir?
¿Cómo hablar en un solo soliloquio
ante un sillón vacío, cansado de escuchar?

¿Cómo caminar entre un mar de rostros
pecaminosos, angostos, sin boca para hablar?
¿Cómo amar después de haber amado?
¿Cómo para un corazón de cabalgar?

lunes, 21 de septiembre de 2015

Canto.

No canto para
lustrosa firma dejar
inmortal en el curso
del tiempo.
No canto por
falsa vanidad
ni por corona de laurel
que me coloque en
un templo.

Canto como el pájaro
que agoniza en la mañana:
liberando el eco putrefacto
de su inexistente alma.
Sin ni siquiera de la melodía
ser consciente, y por el simple
hecho de estar vivo, de estar
pudriéndome en este mar
de vidas al galope.


El silencio.

El silencio puede ser
la cosa más hermosa o la más terrible.

Unas veces,
es capaz de levantar fronteras,
de congelar los corazones como
se congela el náufrago en la noche.
Puede dejarte como a una luna
sin estrellas, una ciudad desierta.

Otras, en cambio,
el silencio enciende los mares
de las sonrisas cómplices,
de las miradas al espejo de una
pupila ajena que se siente propia.
Resbala, arde y revienta
por los aires como la ola
que salta el acantilado.

He aprendido
que el verdadero amor consiste
en poder disfrutar compartiendo un silencio.